OPINIÓN

Paseando a Miss Crazy

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Mi aversión a disponer de mucha información previa sobre las películas de estreno me ayudó a ver Holy Motors sin estar contaminado por entusiasmos o decepciones. Tras su paso triunfal por Sitges, y conociendo la delgada línea que separa la aclamación del hype, acudí raudo al cine para evitar que el alud de elogios sepultara mi curiosidad (mínimo impulso que se le debe exigir a un espectador). Lo bueno de escribir sobre Holy Motors es que no existe forma de hacer spoiler sobre ella. Me temo que eso es lo único bueno que tiene.

Un actor viaja por Paris en una limusina que por dentro parece la pesadilla de un síndrome de Diógenes. Se caracteriza para papeles ya programados que interpreta en distintas localizaciones interactuando con la realidad y metiéndose en líos chipiritifláuticos; lo mismo es una mendiga achacosa que un anodino padre de familia, un asesino despiadado o un loco empalmado que fuma raro y come flores. Reconozco que tardé un buen rato en comprender que al bueno de Leos Carax le valía todo; no hay hilo conductor (precisamente) porque la película entera es una redacción de 1º de BUP sobre el simbolismo. Los partidarios lo justifican hablando de “ejercicio”, “homenaje” o “estética”, pero esas reseñas favorables son tan previsibles como las reacciones airadas (incluyendo esta columna). Todos formamos parte de la pasión por el cine.

Esa noche me miré en el espejo esperando ver chimpancés, busqué señales ocultas en los intermitentes y me puse una máscara verde sin facciones. Nada. Sólo sentí ganas de discutir con los amigos que me la habían recomendado. Y no se trata de la típica claudicación petulante en plan: “Es una película que no te deja indiferente”, no. Quiero reñir a los defensores, dar voces e insultarlos gravemente. A hostia limpia si hace falta.

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