OPINIÓN

Actores estudio

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¿Qué distingue a un actor bueno de uno muy bueno? ¿Cuál es el matiz que convierte una actuación creíble en un trabajo inolvidable? En algún universo paralelo hay otra historia del cine en la que los protagonistas de todas las películas son los actores pensados en primer lugar para esos papeles. ¿Puede Tom Selleck lamentarse por no haber aceptado Indiana Jones o debe Harrison Ford vanagloriarse del éxito del personaje? Qué locura de profesión.

Trevor Hastie, profesor de estadística en la universidad de Stanford, afirma que “la mayor parte de las cosas que medimos en la vida comportan una incertidumbre, son frutos aleatorios de error”. Está claro que no hay manera de medir el talento de un actor (fiarse de un sólo taquillazo ha motivado grandes fiascos en Hollywood), así que démosle la vuelta al citado axioma estadístico: lo que no podemos medir es resultado del acierto. Un texto tiene comas, pausas, énfasis y hasta patrones métricos en el caso de la poesía, pero son los pequeños gestos del actor los que impactan nuestra memoria. La argamasa, intangible pero visible, con la que un actor llena la pantalla es una apreciación rotundamente subjetiva, igual que cualquier experiencia que incluya la observación. No hay directores, críticos o academias que puedan rebatir a un espectador entusiasta. Dennis Hopper es un gran actor porque en una escena de La ley de la calle compone un fugaz gesto de hastío y molestia cuando Rusty James y su hermano aparecen en el bar en el que bebe a solas, pero también lo es José Luis López Vázquez en Los chicos del Preu al pasar, en apenas dos segundos, de la sensación de ridículo al entusiasmo paterno cuando su hijo (un dubitativo Camilo Sesto) prueba la flamante Fender telecaster que le acaba de regalar. Es mi opinión y vale tan poco como la de cualquiera. De eso se trata.

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