ÓSCAR ESQUIVIAS. ESCRITOR
OPINIÓN

Dario Fo: cuando el Nobel premió la dinamita

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

Dario Fo lo fue todo en el mundo del teatro: empresario, actor, director de compañía, escenógrafo y, por supuesto, dramaturgo (muchas de sus obras están coescritas junto a su mujer, la también actriz y activista Franca Rame). Se podría decir que en Fo, a la manera calderoniana, se confundían vida y teatro (o sueño) y que concebía el mundo como un gran escenario en el que demostrar sus grandísimas dotes de histrión, de gran bufón que dice las verdades a los poderosos mientras agita los cascabeles y el sonajero. Cuando Fo hablaba en público (ya fuera para dar una charla, presentar un proyecto teatral, opinar sobre política o, qué se yo, pedir un cappuccino a un camarero), lo hacía con la vehemencia y la gracia características del gran actor que siempre era.

Me cuesta tanto pensar que Fo haya abandonado la escena que no me extrañaría nada que ahora empezaran a aparecerse su fantasma en los armarios del palacio Chigi y le diera unos sustos de muerte a Matteo Renzi cuando fuera a escoger una corbata por las mañanas, o que a medianoche el espectro de Fo arrastrara cadenas por la Residencia de Santa Marta ululando: «¡Dios no existe!» y despertara así al papa, a sus cardenales y las sufridas monjitas que los asisten. Dario Fo, ácrata, crítico con el poder y piadoso ateo, era muy amigo de esta clase de travesuras y gamberradas. De hecho, su teatro frecuentemente está construido con los mimbres de las comedias de enredo y de los vodeviles más populares. A mí me hace mucha gracia, por ejemplo, su obra No hay ladrón que por bien no venga, en la que se arma un gran embrollo porque una mujer se empeña en llamar por teléfono a su marido al trabajo (esto es, a las casas en las que está robando, porque el señor tiene por oficio ser ladrón). Con un armario, un teléfono y una puerta Dario Fo era capaz de construir comedias ácidas, divertidísimas y con un mensaje político muy beligerante.

Los actores le adoraban porque veían en él el epítome de siglos de oficio. Dario Fo representaba mejor que nadie toda esa tradición de cómicos de la legua, de gigantes de la interpretación que hablaban el lenguaje del pueblo y que montaban el tinglado de la antigua farsa allá donde iban.

Hoy me parece todo un símbolo recordar que la primera vez que vi representada una obra suya fue, precisamente, a unos cómicos de gira. Fue en el Teatro Principal de Zamora (que, pese a su nombre, es un teatro minúsculo, hermosísimo). Allí Petra Martínez, Juan Margallo y Vicente Cuesta representaron Pareja abierta. Instalaron un ring de boxeo en mitad de escenario del teatrito y escenificaron esa historia (divertidísima y desoladora) de manipulación conyugal que, en Italia y con cierto escándalo, habían estrenado los propios Dario Fo y Franca Rame.

He visto luego más funciones y a muchos otros actores, pero siempre que pienso en Fo se me vienen a la cabeza estos nombres, y también el de Rafael Álvarez el Brujo. Ellos han sabido encarnar en España el espíritu juguetón, crítico y mordaz de Dario Fo, poseen su rebeldía y también su instinto teatral, su gracia incesante. Hace tres temporadas, Juan Margallo y Petra Martínez volvieron a llevar a las tablas una obrita del italiano (que tradujeron como La madre pasota) y la enlazaron con una creación propia, coescrita por ambos (al igual que hacían Fo y Rame) titulada Cosas nuestras. Y todavía resuena en los teatros de media España (desde los de los pueblos a los de las grandes capitales) los aplausos enfervorecidos del público tras asistir al monólogo San Francisco, juglar de Dios que adaptó maravillosamente El Brujo, otro cómico de su estirpe.

Dario Fo ganó el Nobel el año 1997, justo al año siguiente que la poeta polaca Wisława Szymborska. Aquellos años parecía que la Academia Sueca premiaba la risa, la imaginación y el lado más resplandeciente de la literatura. Este fue el bando en el que siempre militó el gran Dario.

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