ÓSCAR ESQUIVIAS. ESCRITOR
OPINIÓN

Garcilaso en el Más Allá

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

Este viernes les voy a ofrecer un cuento sobre cómo me imagino la llegada del gran poeta renacentista Garcilaso de la Vega al Más Allá. Se trata de un microrrelato inspirado en una ilustración del también escritor Ángel Olgoso, quien hace unos meses publicó un fabuloso libro titulado Nocturnario (editorial Nazarí) en el que consiguió que ciento un escritores pusieran letra a otros tantos collages suyos.

Los microrrelatos pertenecen a un género literario caracterizado por su brevedad. Los textos, según leí a la gran autora argentina Ana María Shua, no deben exceder nunca las veinticinco líneas. Esto, por supuesto, es una convención a la que yo no le doy la menor importancia. Cuando escribo literatura nunca cuento las palabras y me da igual la extensión que tengan mis cuentos y novelas. Pero si el texto resulta que tiene menos de esas veinticinco líneas, los críticos lo clasifican en ese apartado del microrrelato (yo no me quejo porque allí hay muchas obras maestras de autores muy apreciados por mí, como el propio Ángel Olgoso o Ramón Gómez de la Serna, José Jiménez Lozano, Rafael Pérez Estrada, Emilio Gavilanes, Sara Gallardo, Joan Brossa o Julio Cerón).

El caso es que aquí tienen esta pequeña muestra de este género en el que la prosa y la poesía se dan la mano con la prensa en esto de contar palabras. El relato se titula En el Reino de la Sombra y espero de corazón que les guste y que les sirva para celebrar que ya se acerca el fin de semana.

"Lo que Garcilaso había visto hasta entonces del Reino de la Sombra coincidía, más o menos, con lo que recordaba de la Comedia del Dante, aunque en los versos del sommo poeta uno lo imaginaba todo más grandioso y aterrador. La oscura selva, por ejemplo, era un jardín bien ordenado, lleno de olorosos bojes, con caminos de albero que conducían a la puerta del Infierno, tan proporcionada y bella que parecía construida por Bramante. Garcilaso entró convencido de que esa iba a ser su morada eterna, pues le pesaba en su conciencia la honra de una mocita, Elvira, a la que amó siendo él muy joven (qué extraño es el corazón: de todas las mujeres de su vida, ahora se acordaba sólo de la dulce Elvirita y de aquellos días de mayo allá en Extremadura, entre jaras floridas, él con el bozo recién dibujado, ella morena y alegre, las abejas zumbando alrededor de sus cuerpos medio desnudos y ellos sintiéndose inmunes e inmortales, rodeados de hormigueros, saltamontes y mariposas; Garcilaso jamás le dedicó un verso).

En el Infierno no se guardaba registro de ese pecado, así que permaneció de huésped unos días en aquel país, visitó los lugares notables (especialmente el segundo círculo, el que más interesaba a los forasteros) y partió después hacia la montaña del Purgatorio, donde -allí sí- encontró posada prevenida. Garcilaso sabía que aquel era un lugar de penitencia y esperaba que se le presentara algún alguacil, tortor o sayón que le diera tormento. Apareció entonces un perrillo que le hizo fiestas y le lamió las manos. Era tuerto y reconoció en él a un animal al que, de niño y por diversión (ay, infancia cruel), apedreó hasta casi matarlo. Llegaron luego unos pajarillos y Garcilaso se acordó entonces de los nidos que había robado de joven y también de los muchos zorzales, tordos y mirlos que cazó para presumir ante alguna dama (se entristeció al recordar el leve crujir de los huesecillos de los ruiseñores cuando les quebraba las alas para que no se escaparan y ellas pudieran jugar a su gusto). Vino después un borriquillo pardo al que apaleó en cierta ocasión con furia desmedida, y más tarde un caballo que tenía el cuerpo desgarrado por su fusta y sus espuelas (Garcilaso rememoró aquella carrera insensata que corrió por pura bravuconería). Comprendió el poeta cuánto dolor innecesario había causado y supo que no entraría en el Reino de la Luz hasta que no mirara a los ojos a todas aquellas criaturas y se humillara ante cada una de ellas".

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