ÓSCAR ESQUIVIAS. ESCRITOR
OPINIÓN

La triste y hermosa "Patria" de Aramburu

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

Escribo estas líneas después de haber leído las casi 650 páginas de Patria,la última novela de Fernando Aramburu, pero lo que tengo que decir sobre ella lo podría haber afirmado ya en la página 25: es un monumento literario, una verdadera obra de arte y la mejor novela que he leído en mucho tiempo.

Patria va a ser un libro que explique nuestra época a las generaciones futuras: cuando pasen unos lustros y a usted o a mí se nos acerque alguien joven, poco conocedor de lo que sucedió en España durante las últimas décadas del siglo XX y las primeras del XXI, y nos pregunte cómo fue posible que durante tantos años hubiera terrorismo, que un muchacho vasco corriente se convirtiera en pistolero de Eta y que sus paisanos, lejos de avergonzarse de él, lo consideraran un héroe y lo homenajearan a la vez que escarnecían a las víctimas de sus crímenes, le responderemos con dos palabras: “Lee Patria”.

Esta novela pertenece a esa clase de obras realistas que retratan una época a través de la vida de unos personajes maravillosamente caracterizados, cuya peripecia ilumina toda una sociedad y un momento histórico. Los Joxe Mari, Arantxa o Bittori de Aramburu son de la estirpe de Salvador Monsalud, Ana Ozores, Sashka Zheguliov o Micòl Finzi-Contini, y se enfrentan a dilemas morales o existenciales (cada uno tiene los suyos) de su misma potencia. Tal es la viveza con la que están pintados los personajes de Patria que, a menudo, según la leía, pensaba: “A Baroja esto le habría encantado, cómo se habría divertido”. Y también a Ramiro Pinilla, claro, de quien Aramburu se declara continuador de su obra literaria y, podemos decir, ética.

Uno de los personajes de Patria, Gorka (delicado y retraído, hermano del terrorista Joxe Mari), lee con catorce años Crimen y castigo. La mención de Dostoyevski no es, seguramente, azarosa. Se podría establecer una filiación literaria entre los jóvenes nihilistas de las novelas del ruso y los etarras de Aramburu, que se creen igualmente destinados a una misión redentora (ya sabemos que no hay redención sin sangre) en unos territorios (Rusia y el País Vasco) a los que se atribuye un alma eterna e inmutable. Como sucede con el propio Dostoyevski, también hay mucho humor, incluso en los relatos aparentemente más amargos y pesimistas. En el caso de Patria, se manifiesta sobre todo en los diálogos familiares, en el sarcasmo que gastan Bittori y Miren, unas matriarcas que gobiernan en un mundo doméstico de hombres pusilánimes y acobardados, un reino en el que ellas tienen siempre la última palabra (y, a menudo, la palabra a secas, porque ellos suelen ser evasivos y silenciosos).

El humor de Aramburu es de raíz cervantina, como también lo son muchos de los rasgos de su novela, empezando por la anécdota que pone en marcha toda la historia: Bittori se empeña quijotescamente en que Joxé Mari, el etarra preso, se disculpe por todo el sufrimiento que le ha causado. Para conseguirlo, Bittori regresa al pueblo (de cuyo nombre Aramburu no quiere acordarse) del que tuvo que marcharse cuando enviudó (a su marido lo mató allí Eta) y vuelve a recorrer las calles donde todos los vecinos le negaron el saludo (incluida la que había sido su mejor amiga, Miren, madre de Joxe Mari).

La naturalidad con la que fluye Patria puede hacer olvidar al lector desatento cómo está urdida la historia, con qué variedad de recursos consigue Aramburu establecer nueve perspectivas distintas, con continuos saltos en el tiempo, entrelazando mil subtramas con una precisión y una belleza asombrosas. Si tuviera que describir plásticamente el mecanismo narrativo de la novela, diría que funciona como una galaxia: la novela se mueve y avanza en espiral, trenzando sus hilos elegantemente en un mundo de sombras. Y todo gravita siempre sobre ese minúsculo empeño íntimo de escuchar una palabra: “Perdón”.

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