ÓSCAR ESQUIVIAS. ESCRITOR
OPINIÓN

Rafael Pérez Estrada en la revista 'Litoral'

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

Si a usted, querido lector, le nombraran obispo de Málaga (algo harto improbable, supongo, pero hay que estar preparado para todo), sepa que inmediatamente pasaría a convertirse en un personaje de Rafael Pérez Estrada, para quien las mitras, los báculos y las casullas bordadas con hilo de oro fueron una fuente de inspiración constante. Parece mentira, pero con los obispos Pérez Estrada hizo textos y dibujos memorables, llenos de simpatía, belleza y humor. Con ellos y con los ángeles, los espejos, el mar, las nubes, los ríos, los árboles, los seres mitológicos... Y también, por supuesto, con Málaga, su ciudad natal, el lugar desde donde miraba el cielo estrellado, el Mediterráneo y sus bañistas, y donde no dejó de soñar ni de crear (toda su obra tiene poderoso aire onírico, pero de sueño aventurero y placentero, nunca de pesadilla).

Pérez Estrada murió hace dieciséis años. No conozco a nadie que haya leído uno de sus libros y no haya caído fascinado por el encanto, la sensualidad e imaginación de su literatura. Entre sus lectores, su nombre produce un inmediato entusiasmo y siempre se pronuncia con felicidad. Coincidir en el gusto por este autor es como descubrir que se comparte amistad con alguien muy querido. Y, sin embargo, todavía es un poeta desconocido para muchos.

Una forma estupenda de remediarlo es leer el último número de la revista Litoral, dedicado íntegramente al escritor malagueño, donde se recoge una amplísima antología de sus textos (poéticos, narrativos, aforísticos, teatrales, autobiográficos) y una generosa selección de imágenes de su obra plástica, además de numerosos testimonios de escritores que lo conocieron.

Litoral (subtitulada "revista de poesía, arte y pensamiento") es una exquisita publicación fundada en otoño de 1926 por Emilio Prados y Manuel Altolaguirre. Desde entonces, cada uno de sus números ha sido un acontecimiento cultural, y el último, el 261 de su historia, es un verdadero tesoro. Noventa años después de su nacimiento, la revista sigue igual de hermosa, juguetona e interesante. A mí me da mucha alegría encontrar en ella tanta calidad y talento.

También es verdad que en esta ocasión lo tenían muy fácil, porque cualquier antología de Pérez Estrada es, necesariamente, una colección de maravillas y de obras maestras. Sus textos y dibujos los podría haber escogido un niño que hubiera señalado con su dedito, al azar, páginas y láminas, y el resultado habría sido igualmente deslumbrante.

Entre las muchas virtudes de Pérez Estrada destaca el humor. Uno de sus autorretratos empieza con estas palabras: "Me llamo Rafael, como yo". Dibujaba como sólo saben hacerlo ciertos poetas, con un estilo que recuerda a García Lorca y a Rafael Alberti. En lo literario, fue hijo de Gómez de la Serna y de Jardiel Poncela; se mostró siempre tan divertido e imaginativo como ellos y les aventajó en sensualidad y misterio (qué potencia tienen algunas imágenes suyas, como cuando dice: "Los muertos, ateridos, bajo mantas de mármol"; o qué greguería tan ramoniana es esta: "Los ángeles desean que la conversación decaiga para poder pasar"). Sus textos suelen tener el aire de mitos antiguos o de fantasías históricas, al estilo de los relatos que escribe ahora Emilio Gavilanes o, en el pasado, Borges (el primero creo que no habría desdeñado firmar este cuento: "Aquiles Borghese, expertísimo en besos, a la edad de once años sabía identificar con los ojos vendados a más de cincuenta mujeres al solo contacto de los labios"; el segundo se habría sonreído al leer esta advertencia: "Sólo los lectores de Borges tienen patente para pasear tigres en sus versos").

Rafael Pérez Estrada paseó por sus libros lo más hermoso de la imaginación, incluidos los tigres. Y, entre otras maravillas, también a esos seres fabulosos, casi mitológicos, que son -tal y como salen de su  mano- los obispos.

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