OSCAR ESQUIVIAS. ESCRITOR
OPINIÓN

Pablo Genovés y el final de lo humano

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

Como todos los niños de mi generación, crecí leyendo las obras de Julio Verne y llevo en la cabeza algunas de las teorías de sus personajes y también las imágenes que ilustraban sus novelas (se podría afirmar que la educación geográfica, científica y artística de varias generaciones de españoles estuvo a cargo de monsieur Verne y sus dibujantes).

Los grabados mostraban los escenarios descritos en el texto: podían ser salones palaciegos, lujosos teatros a la italiana, bibliotecas cuyos estantes alcanzaban el techo, y también enormes calderas y construcciones industriales, por no hablar de las erupciones volcánicas, los mares de aguas bravas o los paisajes submarinos que abundan en sus novelas.

Recuerdo también cómo me impresionaron de niño las palabras del ingeniero Ciro Smith (protagonista de La isla misteriosa), quien afirmaba que los continentes estaban condenados a desaparecer anegados y que, de toda la tierra firme, sólo iban a quedar a salvo las cumbres del Himalaya, que formarían un archipiélago. Por tanto, Europa y todo lo construido por el hombre (palacios, catedrales, museos) iban a desaparecer irremediablemente bajo el mar.

Me he acordado de todo esto al ver en Valladolid una exposición del fotógrafo Pablo Genovés. Se titula Cronologías y precipitados y es tan apasionante como leer una novela de Verne (aunque, supongo, el trabajo de Genovés no esté inspirado en él y obedezca a un impulso creativo muy diferente).

El caso es que muchas de estas fotografías parecen querer dar la razón a Ciro Smith y muestran los escenarios descritos arriba (bibliotecas, teatros, palacios, salas de máquinas) justo en el momento en el que son inundados por las aguas de un maremoto, o cuando se produce una erupción volcánica que los llena de densas nubes de humo, o en un estado de largo abandono y descuido. Así, vemos salones convertidos en acantilados donde rompen unas olas tempestuosas, o un mar glaciar en la sala de lectura de una biblioteca, o ríos que discurren por las naves de una catedral renacentista. En otras fotografías, Genovés nos muestra los efectos de una riada sobre esos mismos paisajes arquitectónicos, con sus suelos convertidos en lechos fértiles, marcas de torrenteras, sedimentos y mil materiales amontonados, fruto del arrastre de las aguas. Las únicas fotos en color de la exposición evocan un mundo completamente sumergido, donde las obras humanas ya apenas se distinguen porque han sido cubiertas por la vegetación subacuática.

Ese sería el paisaje que podría observar el capitán Nemo desde el Nautilus.

La ausencia de toda vida humana o animal hace que estos paisajes estén exentos de dramatismo. No hay muerte, no existe el dolor. En las fotos se confronta la belleza de estas obras humanas con la de Naturaleza, que parece recuperar los lugares que le fueron arrebatados. Algún día, quizá, sucederá así: morirá la última persona sobre la Tierra y todo este fastuoso decorado arquitectónico, construido con tanto primor por nosotros, quedará vacío, a merced de los elementos. Se detendrá el tiempo histórico y dominará el geológico. Genovés parece, pues, situarse en ese punto del final de la Historia, justo en la hora siguiente a la desaparición de la humanidad.

La exposición está instalada en la Sala Municipal de San Benito, en el convento homónimo: se trata de un espacio subterráneo, estrecho y alargado, con aire de pasillo (acentuado por el enlosado del suelo, donde hay una cenefa de cantos rodados, como en los claustros), tenuemente iluminado, en el que se oye el furioso rugido del sistema de calefacción, lo que crea un ambiente casi fabril. Este ruido quizá fue lo que me hizo acordarme de Julio Verne, porque tenía la sensación de estar en la sala de máquinas del Nautilus.

A partir de entonces, todo lo veía con los ojos del capitán Nemo, y bajo esta sugestión escribo las presentes líneas.

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