ÓSCAR ESQUIVIAS. ESCRITOR
OPINIÓN

Dulce, alegre y luminoso Sanzol

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

Hay un pasaje de la novela La venus mecánica, de José Díaz Fernández, que recuerdo cuando voy al teatro o al cine y me encuentro con una interpretación desaforada y gritona. El diálogo dice así:

"–Y esa actriz, ¡qué exagerada!

–De la escuela española. Es capaz de pedir un chocolate patéticamente".

Por supuesto, estas palabras son hiperbólicas. Tanto en 1929 (cuando se publicó la novela) como ahora, ha habido y hay actrices y actores que han buscado la naturalidad, la ligereza y la gracia (entre los de hace un siglo pienso, por ejemplo, en José Isbert, cuya presencia ilumina cualquier película en la que interviene). Para mí Isbert es uno de los mejores ejemplos de esta tradición interpretativa (lo prefiero a "escuela española") que se mantiene en la actualidad en plena forma, como puede comprobarse en los repartos de las obras de Alfredo Sanzol, cuya perfección roza el milagro. Además, los valores de Sanzol como dramaturgo son los mismos que como director de actores: una maravillosa y alegre naturalidad, llena de instinto teatral.

Las primeras obras suyas que conocí (Días estupendos, Delicadas, En la luna) tenían forma episódica y estaban construidas mediante la yuxtaposición de brevísimas escenas que, pese a su disparidad, conformaban una unidad poética. Casi todas las situaciones mostraban una pequeña epifanía, estaban hermanadas por su mirada entre humorística y tierna (pero no blanda ni complaciente) sobre la realidad. A menudo, el autor escapaba del presente y rememoraba la España de su infancia y juventud o anécdotas que podría haber escuchado de labios de sus mayores.

En obras posteriores, sin embargo, Sanzol abandonó esa arquitectura atomizada y presentó varias comedias (¡Aventura!, La calma mágica, La respiración), cada una de ellas con un argumento único, muy bien trabado y resuelto, pleno de fantasía, humor (marca de la casa) y también una punta de dolor. Sanzol, en estos títulos, ya no miraba tanto hacia el pasado y recreaba situaciones laborales o humanas plenamente contemporáneas, algunas con trasfondo autobiográfico (confesó que la muerte de su padre o una ruptura sentimental traumática fueron motores de su creación).

En 2015, cambió por completo de registro y encaró la adaptación de una tragedia clásica: el Edipo rey de Sófocles, con excelente resultado. Su puesta en escena me hizo pensar en Dreyer, Pasolini y Vinterberg (colocó a todos los personajes en torno a una mesa –casi un altar– cuyo arrugado mantel blanco parecía flotar en el aire; allí, en ese ambiente familiar, se desataban todos los demonios).

Tras Sófocles, se atreve ahora con Shakespeare, pero en este caso no ha adaptado ninguna obra concreta, sino que ha escrito una comedia que sin dejar de ser muy personal es, a la vez, es un verdadero compendio de los temas y las situaciones favoritas del autor isabelino en su vertiente más risueña: una isla secreta, magia, filtros amorosos, bosques, travestismo, malentendidos, soliloquios vibrantes, guerra de sexos, canciones, mujeres valientes, amor, deseo y una exultante alegría de vivir.

Este Shakespeare apócrifo se titula La ternura (toda una declaración de principios, ahora que en las artes abundan las sombras, la violencia y el cinismo) y se representa en el Teatro de la Abadía, en Madrid (espero que luego se programe por toda España). Paco Déniz, Elena González, Natalia Hernández, Javier Lara, Juan Antonio Lumbreras y Eva Trancón son unos cómicos estupendos, la eficaz escenografía y el precioso vestuario están a cargo de Alejandro Andújar y, en fin, todo funciona a las mil maravillas, para diversión y felicidad del público, que no deja de reír ante los avatares del argumento. Y callo aquí, porque cualquier detalle que diga sobre él será a costa de privar al futuro espectador de una sorpresa o una alegría. Deben ver esta obra.

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