ÓSCAR ESQUIVIAS. ESCRITOR
OPINIÓN

Cuento de Navidad

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

Cuento de Navidad, la novelita de Charles Dickens, sigue funcionando como un reloj, se lo aseguro a ustedes. Sí, ya lo sé: todos la conocemos al dedillo, la hemos leído mil veces y otras tantas la hemos visto en el cine, la televisión, en funciones escolares o en adaptaciones de todo tipo (y estamos ya un poco empachados de Mr. Scrooge, su tacañería, su malhumor y sus espectros). Pero luego aparece una edición ilustrada por Quentin Blake, artista inglés por el que tengo gran simpatía (fue él quien puso imagen a los libros que prefiero de Roald Dahl) y, claro, ¿quién puede resistir la curiosidad de hojearla?

Yo tenía varias novelas empezadas y otras pendientes, así que abrí Cuento de Navidad con intención de ver sólo las ilustraciones de Blake. Pero cómo no leer el prefacio del dibujante, y luego las primeras líneas de la novela, y, ya que había empezado, el primer capítulo… El resultado fue que no me levanté de la silla hasta llegar a la última página (entre medias me reí, me asusté, me emocioné y hasta lloré, como si fuera la primera vez que lo leía). Debería haberlo previsto: yo soy muy sensible al encanto de una historia bien contada y el gran Dickens domina todos los recursos literarios para atrapar al lector, al del siglo XIX y al de ahora.

Este libro acaba de ser publicado por la editorial Nocturna, nombre muy apropiado para una novela que sucede fundamentalmente entre nieblas, fantasmas y oscuridad. Nocturna ya había demostrado su amor por Dickens editando los gruesos tomos de La tienda de antigüedades y Nicholas Nickleby, ambos traducidos por Bernardo Moreno. En esta ocasión, ha recurrido a la traducción (y las sabias notas) de Miguel Ángel Pérez.

He afirmado antes que me sabía Cuento de Navidad de memoria, pero no es verdad. Me han sorprendido muchos detalles, como su constante buen humor o la potencia de algunos símiles. Por citar un solo ejemplo, me encanta la descripción de Mr. Scrooge cuando, pletórico de alegría, quiere salir a la calle y se viste deprisa, tan nervioso que se enreda con sus medias y no acierta a ponérselas. Dice Dickens entonces que su personaje parecía Laocoonte luchando con las serpientes (yo, a veces, soy un poco atolondrado y también me peleo con los pantalones, así que me he sentido muy identificado).

Me ha gustado mucho la estrofa tercera (porque Dickens tituló a su obra "villancico" –A Christmas Carol– y no "cuento", y la dividió en "estrofas"), con su descripción vivísima del jolgorio de Londres y de sus comercios navideños, en los que destacaban las cebollas españolas. ¿Y por qué las menciona? ¿No había manjares más exquisitos? Pues resulta que eran fundamentales para la cena navideña. Bob Cratchit, el empleado de Scrooge, compró un ganso a plazos, lo asó bien relleno de cebollas y salvia en la panadería (él no tenía horno) y lo llevó a su humildísima casa. Su mujer fue la encargada de trincharlo y, en ese momento, el aroma llenó de felicidad a toda la familia. El menor de sus muchos hijos, Tim, exclamó: "¡Viva!".

Para los pobres, una de las imágenes del Paraíso ha sido siempre la de un banquete opíparo (esto Jesús lo sabía bien y lo usó en sus parábolas). En la Inglaterra victoriana, aquel olor a cebollas asadas podía transportar a un niño a ese Cielo con el que sueñan los hambrientos. En la maravillosa canción La vida celestial (Das himmlische Leben) de Mahler, inspirada en un poema tradicional alemán, se describe así el festín eterno: el vino es abundante, los ángeles cuecen pan, se come cordero, san Pedro pesca y santa Marta cocina (la pobre no deja de trabajar ni en el Más Allá).

La obra de Dickens sirve también para despertar el espíritu navideño del lector y hacerle sentir compasión y simpatía hacia los demás. En este mundo, todos somos compañeros de travesía, dice el sobrino de Scrooge, y nadie ignora dónde termina el viaje. Hagámoslo amable.

Feliz Navidad a todos.

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