MÀXIM HUERTA. PERIODISTA
OPINIÓN

Saca la pandereta

Màxim Huerta, colaborador del 20minutos.
Màxim Huerta, colaborador del 20minutos.
JORGE PARÍS
Màxim Huerta, colaborador del 20minutos.

Ahora sí. Las calles ya se han travestido de Navidad y los escaparates de las tiendas andan entre el mundo cabaré, lo putón y lo cursi. Cuando sucede esto, cuando paseas bajo las luces y muchachos vestidos de papanoeles te reparten publicidad de turrones y/o consultas de videntes, llegas a casa con la necesidad de bucear en el armario y sacar las cajas del año anterior, destriparlas en el suelo y recuperar el espíritu del espumillón y la bola. Así ando ahora.

Me había negado -que conste en este folio- a decorar la casa. Porque no hay cosa que más me irrite que devolverlo todo a las cajas pasado el día de Reyes. Es la faena más ingrata del calendario, todo se enreda y el caos convierte los buenos propósitos de cinco noches antes en juramentos poco bíblicos. Pero como rey de la contradicción y soltero de oro del edificio que soy, me he dicho: pon Navidad en casa, Max, no vaya a ser que parezca la vivienda más triste del barrio. Qué pena. Cómo se estropean las fantasías… Con lo que yo era de llenar la casa de Navidad.

Algunos años he estado a punto de hacer del salón uno de esos porches norteamericanos de Dyker Heights en los que invocan a la epilepsia con tanta luz. Pero me parecía mucho gasto y no me viene bien automedicarme. Y lo peor: imagina que se te funde la tira de las bombillas de los chinos, conectas mal la del Tiger y las velas hacen su oficio: arder. De pensarlo se me puso carne de reno. Nariz roja incluida, sí.

Resultado: he sacado el nacimiento sencillo, uno que tenemos hecho de fieltro desde 1965 y que con dos ramitas de pino nos queda muy aparente. De niño montaba la ampliación de Barajas en la entrada de casa, mi belén tenía ríos, afluentes, montañas y reyes en camello, reyes arrodillados y otros reyes esperando en el castillo. Era una congregación de monarquías de hombres solos. Luego contrataba muchas lavanderas que parecían clónicas y disponía a los pescadores sin caña a lo largo de toda la plata de Albal arriba, Albal abajo. A veces se volcaban, porque la estabilidad y la falta de espacio en mi casa no era para aquel berenjenal de estructura que ponía en el recibidor. El ascensor paraba fuerte en mi rellano y siempre acababa con mi San José a la bartola junto a la burra. Las viviendas de VPO de mi pueblo eran más prácticas para dejarse de belenes y, con más o menos gusto, bordear los marcos de los cuadros con espumillón, darle dos vuelas a la pantalla de la tele y colgar alguna bola encima de la puerta, lejos de los vecinos de mano larga.

Ahora ni una cosa ni otra. La gente se compra cosas tan modernas que no parece Navidad. Toda la vida en una tradición de rojos y verdes y ahora aparece beige, morado y gris. Es como si me cambiaran las señales de tráfico y me comiera el STOP porque lo pintan de  color melocotón. Confieso tristemente (el niño que habita en mi me posee mientras escribo esto), que las luces de la calle me parecen de polígono industrial. El tema no es creer o no creer, es que ¡parezca Navidad!

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