MÀXIM HUERTA. PERIODISTA Y ESCRITOR
OPINIÓN

I love to love

El periodista y presentador Maxim Huerta en la Feria del Libro de Madrid 2012.
El periodista y presentador Maxim Huerta en la Feria del Libro de Madrid 2012.
GTRES
El periodista y presentador Maxim Huerta en la Feria del Libro de Madrid 2012.

Ustedes pueden pensar que debería hablar del zafio Hernando en el Congreso en su modo chulesco de barra de bar, del tostón de profesor de colegio de curas de Pablo Iglesias -por muy cargado de razones que ande- o de la verborrea rápida de Rivera. Incluso de Ábalos, el nuevo-viejo del PSOE que se estrenó con delicadeza digna de una Durée merengada. Qué quieren, me siento parte de este gremio, del periodístico, como todos los que estudiamos la carrera, pero también le queman a uno los oídos y el culo con la ola de calor. Lo sé, debería estar al pie del cañón (la moción de censura y toda la pesca. Incluso los cambios de peinado de Letizia o los pobres millenials que andan en boca de todo bruto sin tacto ni fundamento). Sin embargo, hoy quiero tirarme en picado a la piscina del recuerdo.

Era un coche pequeño, pero tenía su estilo. El seat seiscientos que compró mi padre era gigante. Inexplicablemente enorme. Eso o mutaba como los pokemon a fuerza de embestidas. Porque esta mañana, mientras echaba las cosas en mi coche actual para irme a ver a la familia, he tenido que montar un tetris de maleta, bolsas, cajas y libros. ¿Cómo es posible que entonces -años 70- entrara mi abuela, mi madre, mi padre, las maletas, los tupperwares, los porsiacasos, los juguetes, los odiados libros Santillana, los bañadores, los capazos, las chanclas, los flotadores, los sombreros, la nevera de hielos, la otra maleta, el bolsito de las medicinas para el asma y un sinfín de trastos veraniegos en un seiscientos. ¿Cómo? ¡Cómo!

Queridos lectores que me tenéis entre manos. Me iré a la tumba con esa duda.

Mi padre paraba de vez en cuando, tomábamos un café (en mi caso un batido de chocolate y boquerones en vinagre. Sí.) y algún polo de catálogo refrescante con forma de frigodedo o drácula. Conducía con la ventanilla abierta, con el ruido que eso supone, Los tres sudamericanos en el casete y mi madre abanicándose al ritmo. Sudábamos como pollos en corral. Pero como era lo normal pues… ni te quejas. Un "uff, qué calor", un "cuánto queda", un "qué ganas de playa" y poco más. Luego parábamos otra vez en alguna veredita para que el seiscientos descansara, pobre animal, y comernos el solomillo con tomate frito y la tortilla fría que mi madre había preparado para el viaje de horas y horas hasta Vinaroz. A mí, desde entonces, la tortilla de patatas fría me parece mejor que cualquier cosa de Masterchef, sin espumas, ‘emplatados’, ni reducciones de ‘yoquesé’ con vinagre de algo. Me gusta lo real. Lo auténtico. Vivan las neveras portátiles y aquellos veranos embutidos en el coche.

Los periodistas tendremos defectos, como cualquiera, pero somos observadores. Y seguramente somos exagerados. Tal vez lo soy.

Creo recordar que nos gustaba mucho poner a las Baccara, el limón mi limonero y el I love to love de Tina Charles. Claro, así he salido.

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