La pérdida de un ser querido, y más si se produce de forma trágica e inesperada, es una herida muy difícil de cerrar. Sin embargo, parece algo más sencillo no echar sal y prolongar su dolor de forma innecesaria. El calvario que han sufrido durante una década los familiares de las víctimas del accidente del metro de Valencia es una de las mayores indignidades a las que hemos asistido en mucho tiempo. Solo su tesón y valentía les han hecho no desfallecer en su lucha por la verdad y la justicia, y obtener así el reconocimiento y respaldo institucional y, por qué no decirlo, social que merecen. Cada día 3 se concentraban en la plaza de la Virgen. Al principio eran muy pocos, con su pancarta, ante la indiferencia general. Las prisas de la Administración por cerrar el caso, el carpetazo judicial y la indiferencia general no les hicieron echarse atrás. Hasta se cambió el nombre de la estación de Jesús para eliminar cualquier rastro de la desgracia. Eran incómodos, pero valientes. Ayer se cumplieron 10 años de aquel terrible descarrilamiento en la fatídica curva. El cambio de actitud institucional del último año no podrá mitigar su dolor, pero al menos se sienten acompañados en él. Como debería haber sido siempre. Desde el primer día. ¿Tanto costaba?