ISASAWEIS. ESCRITORA Y BLOGGER
OPINIÓN

Haber tenido pueblo, de lo mejor en la vida

Isasaweis, colaboradora de 20minutos.
Isasaweis, colaboradora de 20minutos.
ISASAWEIS
Isasaweis, colaboradora de 20minutos.

Yo fui de aquellos niños que tuvieron la suerte de poder decir "me voy al pueblo" cuando llegaban las vacaciones. Y qué feliz fui tantos veranos en Valderas...

Nos levantábamos sin prisa cada mañana con los rayos del infalible sol de León entrando por las rendijas de las persianas. Mi abuela comenzaba a tostar el pan cuando oía ruido en la planta de arriba y nos preparaba el desayuno con esa leche fresca que recogía con la lechera y mermelada de manzanas de la huerta de mi abuelo. Si cierro los ojos puedo saborear aquellos desayunos.

Cogíamos las bicicletas y nos íbamos a pasar la mañana a la piscina y allí estábamos hasta las 15.00 h, cuando volvíamos a casa solo el tiempo necesario para comer, coincidiendo con las campanadas en el reloj del Ayuntamiento. Qué rico el arroz con todo de Tatá, o sus deliciosas albóndigas, que a pesar de tener la receta ya nadie volvió a hacer nunca como ella, o el cocido de garbanzos que devorábamos, daba igual que fuera pleno agosto y tuviéramos 35 grados a la sombra.

Con la barriga llena y montados de nuevo en nuestras bicicletas, volvíamos a la piscina a juntarnos con toda la pandilla. Pasábamos la tarde entre risas, cartas, masajes y chapuzones huyendo de las temidas aguadillas, que de aquella era la forma que tenía algún chico de demostrarte que le gustabas.

Cuando cerraba la piscina, volvíamos a casa, en la infancia, con la misión de cenar y salir lo antes posible, y en la adolescencia, de ponernos guapos y estar listos en el Iris a las 23.00 como hora límite.

En los primeros años jugábamos a burro, a dorar con rayos y al encuentro, y cuando las campanadas de media noche sonaban en todo el pueblo, íbamos corriendo a suplicar media hora más a sabiendas de que nos la concederían.

En los años siguientes, bajábamos al Ruedo a jugar al duro o al honkon mientras bebíamos unos sorbos de alguna mezcla imposible y vivíamos las emociones de los primeros amores.

En mi pueblo, me divertí como nunca, reí a carcajadas, hice gamberradas, lloré desconsolada, me enamoré por primera vez y viví muchas otras primeras veces.

Haber tenido pueblo es de las mejores cosas que he tenido en la vida y muchos días siento no poder darles lo mismo a mis hijos. A veces pienso que podríamos volver, pero me doy cuenta de que a donde realmente quisiera llevarles no es al pueblo, es a aquella época. A la época en la que los patios estaban llenos de niños que jugábamos entre nosotros, donde había charlas en torno a una toalla en la piscina y donde los primeros amores llegaban tumbados en una era por la noche, mirando al cielo estrellado más bonito que habías visto jamás.

Hace años, un profesor me dijo que las generaciones son pendulares. Ojalá sea así y nuestros hijos puedan devolver a los suyos aquellas infancias y adolescencias que tuvimos la suerte de vivir nosotros.

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