IRENE LOZANO. ESCRITORA Y DIRECTORA DE THE THINKING CAMPUS
OPINIÓN

El trabajo como símbolo de estatus

Periodista, escritora y política.
Periodista, escritora y política.
JORGE PARÍS
Periodista, escritora y política.

Desde California, el periodista Ben Tarnoff escribía hace poco sobre el último símbolo de estatus entre los ricos: la productividad. Si has oído historias de cómo los grandes magnates y dueños de las compañías punteras se levantan a las 4 de la mañana para empezar su actividad, y te preguntas por qué dedican su vida íntegra al trabajo teniendo dinero suficiente para retirarse, esa es la explicación: trabajar duro ya no es un castigo, sino una señal de pertenencia a la elite.

Atentos a esta tendencia porque todo lo que empieza en California acaba extendiéndose al resto del mundo. Y porque los comportamientos de las gentes adineradas se convierten en aspiración de la mayoría. Cuando hace más de un siglo el primer rico gastó cientos de dólares en unos zapatos que cumplían la misma función que unos baratos inauguró la cultura del consumo superfluo para aparentar. Del mismo modo, todos querremos trabajar mucho más dentro de quizá solo años. Tal vez esté ocurriendo ya. Mis estudios de campo imperfectos muestran una brecha enorme entre quienes tienen empleo y quienes no lo tienen. Los primeros sufren estrés crónico, hacen jornadas de 15 horas, viajan, reciben llamadas, correos o whatsapps del trabajo a las 11 de la noche o a las 7 de la mañana: viven para trabajar y nunca están desconectados. Los segundos padecen un estrés similar, pero por la presión de sentirse sobrantes, y no paran de viajar de un lado a otro para formarse, echar currículos o hacer contactos que les abran la puerta dorada de la productividad.

¿Tiene sentido que el trabajo se esté convirtiendo en un símbolo de estatus al mismo tiempo que se transforma en un bien escaso? En el fondo, sí. Cuando dentro de unos años los robots lleven a cabo muchas de las tareas que ahora realizan los humanos, el mercado laboral será un lugar exclusivo, reservado a unos pocos, al menos mientras dure la transición y surjan nuevos empleos. Convertirse en imprescindible en una sociedad de humanos excedentes parecerá una muestra de alguna cualidad superior, como lo era en la Europa del Antiguo Régimen la estirpe aristocrática.

Hay algo enfermizo en todo esto, pero aún estamos a tiempo de organizarnos mejor. Podríamos por fin dejar a las máquinas los trabajos penosos, repetitivos y peligrosos. Los humanos nos dedicaríamos a labores creativas, tendríamos más tiempo para los amigos y la familia. Y sobre todo, podríamos atender la carencia más silenciosa de nuestras sociedades productivas: el déficit de placer. Decía Oscar Wilde que "una pasión por el placer es el secreto para mantenerse joven". De hecho, pasar por la vida solo para trabajar nos puede convertir en algo muy parecido a un robot.

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