DANIEL DÍAZ. ESCRITOR
OPINIÓN

El amor en los autos de choque

Daniel Díaz.
Daniel Díaz.
JORGE PARÍS
Daniel Díaz.

Hay un salto tramposo entre aquellos que han nacido en plena brecha digital y quienes, como en mi caso, nos criamos fascinados por los walkman autoreverse y las pelis en VHS. Ahora, por ejemplo, se puede ligar a distancia a través de internet. Pero en mi adolescencia ni siquiera había móviles, y si querías llamar la atención de la chica guapa de la clase tenías primero que escribirle una nota, doblarla en cuatro pliegues y pasarla después de pupitre en pupitre aun a riesgo de que Pablo, el guaperas capitán del equipo de baloncesto, la interceptara. Pablo, a fin de cuentas, representaba lo que hoy entendemos como virus, malware o cortafuegos. Y aquel primer amor, de nombre Sara, sería ahora la típica influencer de Instagram: rubia de ojos oscuros, sonrisa perfecta y, sobre todo, inalcanzable para un tipo como yo.

Yo era tímido, guapo solo para mi abuela, muy mal deportista y cobarde como un tuitero. Pero ducho en el arte de escribir. Así que mi única opción de llegar al corazón de Sara (sorteando las collejas de Pablo) pasaba por escribirle cartas y esconderlas en su libro de Ciencias, entre las páginas dedicadas a la sístole y la diástole (para darle un toque metafórico al asunto). La imagen de Sara sentada tres filas delante de mi pupitre, abriendo su libro y leyendo mis cartas, era mi ‘doble check’ azul de Whatsapp de aquel entonces. Estaba ‘en línea’, pero no contestaba. Y siguió sin contestar hasta que, un buen día, al abrir mi libro de Historia por la Revolución rusa, encontré una breve nota suya que decía: "Cinco y treinta de esta tarde en los autos de choque de las fiestas del barrio".

Los autos de choque dividían a los niños de entonces según su forma de entender la vida: estaban los que buscaban chocar contra otros coches y los que, simplemente, querían conducir a su rollo. Sara pertenecía al primer grupo y yo al segundo, así que gastamos cuatro fichas tratando ella de partirme la clavícula al tiempo que yo me zafaba nervioso. Ahí llegué a pensar que el amor no era más que una lucha entre opuestos. Como Tom y Jerry, o como el Coyote y el Correcaminos.

Acabamos los dos sentados en un banco de madera de espaldas a la feria. En esto Sara me dijo: "Qué raro eres" y, lejos de saber qué contestar, saqué mi walkman, separé un auricular de la diadema y escuchamos mi cinta de los Smiths, unidos por un cable tan deliberadamente corto que aquello acabó, como dos dálmatas sorbiendo el mismo espagueti, en un beso que duró los 4:03 minutos del There’s a light that never goes out. A decir verdad, no sé bien cómo habríamos resuelto el beso ahora, sin cables por culpa del bluetooth y cada cual con sus gafas 3D emulando unos autos de choque virtuales.

Lo nuestro duró hasta que Sara pasó de curso y yo suspendí las Ciencias y la Historia. Pero gracias a esas cartas y al poder de las palabras frente a todo lo demás me convertí en escritor. Y gracias a mi habilidad para esquivar las embestidas del amor en los autos de choque, acabé siendo taxista. Taxista y escritor, nada menos. Si he llegado a publicar un par de libros sacados del espejo de mi taxi se lo debo a ella.  

Hace un par de semanas, recordando todo esto, me dio por buscar a Pablo en Facebook. No tardé en encontrarlo (si no estás en Facebook, es que no existes). Lo que vi después me dejó de piedra. El que antes era el típico matón del cole, el mismo que me daba collejas y rompía mis notas de amor, ahora resulta que cuelga en su muro poemas de Benedetti. Poemas y fotos con Sara, su mujer y madre de sus dos preciosas hijas. Sí, la misma Sara de aquellos autos de coche. La misma Sara que ayer, precisamente, publicó en su muro un enlace a YouTube de aquella canción de los Smiths que dio lugar a nuestro primer beso. Confieso que estuve a un clic de darle a ‘Me gusta’. Pero en el fondo sigo siendo el mismo chico tímido y cobarde de entonces. Hay cosas, en fin, que nunca cambian.

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