Ciento once minutos fueron suficientes para confirmar lo que ya se sabía: que Rajoy estaba allí. Desde su más tierna infancia política Rajoy ha estado, con creciente mando en plaza, en esa organización cuyas irregularidades investiga la Justicia. En el caso concreto que se enjuicia estos días, él era el director de una campaña en la que colaboraba, con su peculiar estilo, la tropa de los Correa. Por eso lo llamaron a declarar, porque estaba allí y su testimonio puede ser valioso. Aunque viendo algunas preguntas, respuestas y comentarios colaterales cualquiera podría pensar que acudió como acusado, Rajoy compareció como testigo. Ese mismo día, el catalán Joaquín Nin entró en una comisaría como testigo y salió como imputado. El presidente tuvo más suerte: entró como testigo preocupado y salió como testigo satisfecho. Con esa particular mezcla de temple y pachorra que lo han convertido en el líder más duradero de la política española entremilenios, (y lo que te rondaré) salió airoso después de refugiarse treinta y una veces en el tradicional “no me consta”, “no me acuerdo” y adornarse con los lógicos desplantes de quien piensa: “¡Ahí me las den todas!”.

Todo indica que ahí se las van a dar todas, efectivamente. Volverán a llamarlo para otros juicios, pero no le alterarán el ánimo ni la situación procesal, que seguirá siendo la de testigo. Testigo, ¿de qué? De las irregularidades  que presuntamente se cometieron en su partido y en sus inmediaciones. Él estaba allí. Desde siempre. Desde los tiempos de Alianza Popular, cuando Sanchís pasaba la gorra y a Fraga le daban talones en los mítines; desde que Naseiro montó “nueve años de financiación ilegal” (tal cual me lo dijo, en su día, uno de los responsables de la investigación interna); desde que los recaudadores del PP y el PSOE (que ya pasó lo suyo por estas cosas) empezaron a echarse al bolsillo una parte de las comisiones que pedían para la organización. Seguía estando allí cuando algunos ya no se conformaban con echarse algo al bolsillo, sino que se arrimaban al partido con el expreso afán de llevárselo crudo. Y por allí andaba, en fin, cuando empezaron a multiplicarse los gurtélidos, en lugar de llevarlos al cuartelillo de la Guardia Civil, pidieron a Esperanza Aguirre “que se enterase y tomase las decisiones convenientes” y ellos se llevaron sus negocios a Valencia. Y estaba allí cuando Bárcenas, según Bárcenas, repartía sobres y llevaba dos contabilidades.

Rajoy siempre estaba allí, porque Rajoy está ahí desde el principio de los tiempos. Él mismo le dice al juez que sí, que claro que estaba, pero no tenía nada que ver con el trasiego de parnés. “La función del director de campaña es una responsabilidad de tipo político; jamás me he encargado de otras cosas”. El quid de la cuestión: la responsabilidad política, que en los partidos está por encima de la responsabilidad económica; de hecho, al tesorero lo eligen en el Congreso, nada más elegir al secretario general, y forma parte de una estructura, no de un organismo autónomo. Quien está por encima del tesorero en esa estructura podrá eludir la responsabilidad económica e incluso la judicial, pero la política no hay quien se la quite.

Ese es el peso que sobrelleva Rajoy, con envidiable soltura, y la oposición intenta rentabilizar. Cuando Sánchez e Iglesias pidieron su dimisión, nada más verlo salir de la Audiencia, no era más que postureo, evidentemente, pero la petición de que comparezca en el Congreso tiene mayor alcance. Imagínese usted que los dioses hubieran hecho al PP semejante regalo, en sus tiempos de oposición: González, o Zapatero, ciento once minutos en un juicio por corrupción. ¿Acaso hubiera dejado escapar la presa? Por supuesto que no. Ni la soltarán los abogados de las acusaciones, que volverán a reclamar al testigo Rajoy en otras causas pendientes. Porque Rajoy, “las cosas como son”, estaba allí.