CARLOS GARCÍA MIRANDA. ESCRITOR
OPINIÓN

#NiñoFobia: una distopía

Carlos G. Miranda, colaborador de 20minutos.
Carlos G. Miranda, colaborador de 20minutos.
JORGE PARÍS
Carlos G. Miranda, colaborador de 20minutos.

¡Tengo una idea buenísima para una novela! Trata de un futuro en el que la vida de los adultos es de lo más tranquila porque los niños están prohibidos en todas partes. Se me encendió la bombilla al ver Twitter arder con los hashtags #HotelesSinNiños, #RestaurantesSinNiños, #AveSinNiños… A un lado del cuadrilátero, los que dicen que no tienen por qué aguantar chillidos de críos que no son suyos; al otro, los que ven en esas prohibiciones una falta de empatía y la discriminación de un colectivo que ni siquiera tiene edad para defenderse.

En mi novela el debate continúa con nuevos hashtags: #OcioSinCríos, #VidaTranquila y #UnMundoSinNiños. Están patrocinados y se mantienen en la lista de las tendencias durante tantos meses que cada vez son menos los que dicen que el problema está en esos padres que pasan de que sus hijos aprendan a comportarse cuando están en sociedad. La culpa es de la naturaleza de los niños, a los que no sirve de nada ponerles límites, dictarles las normas de los espacios en los que están y ofrecerles recompensas si las cumplen. Son incontrolables, como sus pataletas, así que la mejor opción es enchufarles a un teléfono móvil para que se relacionen con los vídeos de CantaJuego.

La historia sigue con el aumento de los grupos que consideran que los niños en sociedad molestan; hasta nuestra época no lo habían estado y está claro que fue un error incorporarlos. El hashtag #NiñoFobia acaba enterrado por el de #NiñosEnSuCasa, en el que se tuitea el derecho a no tener que compartir el ratito de descanso con menores, sean o no tus hijos.

La oferta de ocio reduce cada vez más las posibilidades de que haya niños alrededor, los padres empiezan a ver también las ventajas y se multiplican los carteles de "Espacio solo para adultos, tranquilidad garantizada". Deja de entenderse como un síntoma de una sociedad que tiende al individualismo cuando los que mandan acaban por abolir de la Constitución el decreto que declaraba que prohibir a un menor el acceso violaba el principio de no discriminación. Un tiempo después, los niños desaparecen de las fotos en las que los adultos muestran en redes sociales lo tranquilitos que están en sus ratos de ocio. La calma ha ganado la batalla.

Con el tiempo, se revela que los que de verdad se están anotando el tanto son los empresarios que gestionan lo que la sociedad debe hacer con sus horas de relax. Fueron ellos los que patrocinaron aquellos tuits porque el ocio sin niños es mucho más rentable. Años antes, habían decidido que la gallina de los huevos de oro estaba en las posibilidades del tiempo libre en familia, pero los números les habían demostrado que los platos de espaguetis y las camas supletorias en los hoteles cuadraban menos sus libros de cuentas que el ocio para singles, amigos y parejas.

Para cuando se descubre el pastel, los niños, a los que se les excluyó de demasiadas cosas, ya se han hecho mayores. Muchos de ellos solo saben mirar un iPad para no molestar. Además, no conocen ninguna de las normas y límites de la convivencia en sociedad que solo se consiguen cuando se está integrado en el mismo grupo que los adultos. Esos ahora son ancianos y tampoco les va mucho mejor tras haber reducido el significado que la infancia integrada en todas las áreas podía tener en ellos.

Se saltaron lo de vivir esa regresión a la ingenuidad y la ruptura de esquemas que conlleva tener niños alrededor, así que se parecen a los hombres grises de Momo, la novela de Michael Ende. Además, necesitan que los cuiden, pero los niños a los que apartaron no saben cómo hacerlo. Les faltan los mecanismos porque no los tuvieron con ellos. Tampoco les contaron lo importantes que podían llegar a ser. Tan solo que eran un problema que se debía apartar.

Menuda historia, ¿verdad? Es una distopía, que son esas sobre mundos futuros en los que la sociedad vive en jaulas doradas, como las que se cuentan en la serie Black Mirror o la película Los Juegos del Hambre. Sirven para advertirnos de hasta dónde podemos llegar si elegimos un mal desvío en el camino. O si escribimos el hashtag equivocado.

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