Y tal y como se está poniendo encender un cigarrillo sin que alguien salte a la yugular, va a ser pronto una heroicidad. A mí, que lo sepa todo el mundo, me parece un acto delictivio colmar las arcas de las multinacionales nortemericanas del tabaco a cambio de llenar de veneno nuestro organismo. Sencillamente, no es equitativo.
Una amiga mía, que lleva el pitillo pegado a los labios, admite que le salva el que la venta de cajetillas sea legal porque, si esto se conviertiera en el Chicago de los años veinte, se imagina marchando a pillar junto con miles de enganchados.
Las películas de femme fatal y hombres que miran de soslayo mientras el humo les ciega los ojos son en blanco y negro. Y el Smoke sólo me gusta en la esquina de Brooklyn de Paul Auster y Harvey Keitel. Mejor dejarlo, que pronto sólo se podrá fumar a escondidas.
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