Lo que vio Joseph Roth

  • Cuando se cumple el 70 aniversario de su muerte, se publica un volumen con su correspondencia y se reedita la biografía 'El santo bebedor'.
  • El periodista y novelista austriaco falleció exiliado en París en 1939.
  • Roth vivió en Berlín hasta que Hitler alcanzó el poder en Alemania.
Fachada del café Tournon (París), con la placa en homenaje al escritor que dice: "Aquí vivió de 1937 a 1939 el célebre escritor austriaco Joseph Roth".
Fachada del café Tournon (París), con la placa en homenaje al escritor que dice: "Aquí vivió de 1937 a 1939 el célebre escritor austriaco Joseph Roth".
N. SEGURADO
Fachada del café Tournon (París), con la placa en homenaje al escritor que dice: "Aquí vivió de 1937 a 1939 el célebre escritor austriaco Joseph Roth".

En el Café Romaniches, uno de los muchos epicentros de la bohemia berlinesa de los años veinte, la canaille se dividía en aquellos que coqueteaban con la miseria y aquellos que esperaban su oportunidad para salir de ella. Los primeros, por lograr mantenerse a flote financieramente, se sentaban en la parte conocida como 'la piscina'. El judío emigrado Joseph Roth, periodista incisivo y novelista brillante, vivió, bebió y escribió casi todo el tiempo en compañía de los segundos.

Joseph Roth murió, en su exilio definitivo de París, en 1939. Para la leyenda -la historia en este caso no añade más que un puñado de minutos y un alcoholismo galopante- lo hizo en su hogar provisional, una mesa del café Tournon, en el Barrio Latino, donde cayó fulminado al leer la noticia del suicidio en Nueva York de su amigo, el poeta y dramaturgo Ernst Toller (otro exiliado).

Su entierro fue el corolario de una vida fragmentada, fluctuante y apátrida. Entre el variopinto personal que se dio cita aquel 27 de mayo había comunistas, monárquicos nostálgicos del imperio austrohúngaro, republicanos, católicos y judíos ortodoxos. Él mismo fue, en algún momento de su azarosa vida, un poquito de cada uno de ellos y nada de ninguno.

Géza von Cziffra, director de cine, amigo y primer biógrafo del escritor -la editorial Acantilado acaba de reeditar El santo bebedor, sus encendidos recuerdos sobre Roth- solía hablar de él como de un "alma perdida y un poeta genial al mismo tiempo".

Como para otros escritores emigrados -Viena, Berlín, París- su verdadera patria era la lengua. "Todos somos hijos de nuestro tiempo, hemos sido marcados por él, es más, marcados a fuego. Nuestra época es nuestra patria", puntualizó en uno de sus artículos postreros recopilado en La filial del infierno en la tierra.

Roth perteneció a una generación que no tenía escapatoria ni posibilidad de quedarse fuera de juego. Una generación con el espíritu cosido al mundo de ayer, mundo hecho añicos con la Gran Guerra (1914 – 1918), y golpeada moral y físicamente por el delirio nacionalista, la mentira de Estado y el odio indiferente.

En su Vida de Manolo, Josep Pla lo sintetiza sin necesidad de adjetivos: "Todos mis afanes, la guerra los hundió. Tuve que volver a empezar desde el principio y no pude comer siempre que tuve hambre. Fue infernal".

Caballero de la verdad

Hay un Roth novelista que es profundo, lírico e irónico. Hay un Roth viajero -el del Viaje a Rusia o Las ciudades Blancas- que es minucioso, visionario y burgués. Hay un Roth periodista, el más desconocido hasta hace poco, que es todo lo anterior y, además, un escéptico forzado al compromiso (nunca marxista, sino radical, humano) y un fanático de la objetividad (que abominaba de la precisión estéril y mentía como un bellaco cuando aseguraba haber sido teniente del ejército del emperador Francisco José).

El autor de La Marcha Radetzky (su obra maestra absoluta, para Cabrera Infante) escribió cientos de artículos en los diarios más prestigiosos de la República de Weimar. Roth veía Berlín -donde vivió hasta 1933- como una "ciudad joven y triste".

Joseph RothAl contrario que uno de sus enemigos intelectuales, Kurt Tucholsky, un Julio Camba de fabricación alemana, Roth no se preocupó por alimentar el estereotipo, disipado y grotesco, del cabaret nocturno; y su simpatía por el expresionismo no fue más allá de beber en los mismo tugurios que sus artistas.

En cambio, se deslizó por los barrios pobres de los refugiados judíos del Este; convivió con mendigos; pasó noches en baños turcos y depósitos de cadáveres; se interesó por limpiabotas, funcionarios, ancianos y revolucionarios.

Con una lucidez e ironía implacables, Roth diseccionó en sus crónicas la juventud del nacionalsocialismo, una juventud "que niega a Dios y reza a los ídolos y que adopta del paganismo el delirio homicida", y luchó cuanto pudo contra el mito del alma alemana, ese "esnobismo wagneriano" que obnubiló a gran parte de la intelectualidad europea y allanó el camino al nazismo.

Como escritor cuyos libros fueron prohibidos y quemados (libros proféticos, como La tela de araña, publicado días antes del Putsch de la Cervecería, el frustrado golpe de estado de Hitler de 1923), Roth dejó patente su desesperación en párrafos límite: "Para mí no existe ningún tema que me permita concluir un artículo con ese mínimo de optimismo que evidentemente se requiere para hacer una declaración en un periódico".

Los periódicos. También tuvo tiempo de reflexionar sobre ellos. Su anquilosamiento, su estilo grandilocuente y patético, su comercio impúdico con la mentira… Opinión pública, periódicos, censura anticipa ochenta años la crítica del llamado periodismo ciudadano. Este artículo y Guía para lectores de periódicos del año 1939 valen por varios años de carrera.

El Roth periodista -grafómano impenitente- dejó escritos cerca de 10.00 artículos. Con ellos salvó su pellejo y el de sus amigos; por ellos emprendió una fuga sin fin, de hotel en hotel, de café en café, que le llevó finalmente a París, donde ya había ejercido de corresponsal en la década de 1920. Allí vivió hasta su muerte escribiendo crónicas, novelas y relatos cortos.

También miles de cartas, de las que ahora se publican cerca de quinientas. Una correspondencia que abarca su drama de judío errante (sin ahorrarse críticas al sionismo), sus perennes dificultades económicas, su melancolía incurable y aquello que -para evitar entrar en detalles- se suele llamar experiencia vital.

Experiencia que, en su caso, y sin difuminarla, trasciende la vida de un hombre. 26 de marzo de 1933: "Apreciado y querido amigo [Stephan Zweig]: El embotamiento del mundo es mayor que en 1914. El hombre ya no se conmueve cuando se vulnera y asesina la condición humana".

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