Muy fácil enamorarse

El periodista José Ángel González, integrante del equipo de la revista 'Calle 20'', se despide de Antonio Vega a través de un repaso de sus vivencias junto al músico. Profesional desde hace más de 25 años, González publica cada jueves la serie 'Ver, oír leer' en el diario '20 minutos' y es autor del libro 'Bendita locura: la tormentosa epopeya de Brian Wilson y los Beach Boys'.
Antonio Vega 280 verticalConocí a
Antonio Vega cuando la vida era fácil. Las palabras
cool, botellón, Internet y sms no existían.
Los fascistas no se disfrazaban y los rockers tampoco. Él era un poco pijo (Liceo Francés, buena familia, esas tonterías), pero tenía ojos de poeta. Yo acababa de terminar Periodismo, es decir, anti poesía.

Vi a
Nacha Pop en algunos colegios mayores y en el Alfil (1980, creo recordar, pero tal vez me equivoque, ya no puedo conjugar sin miedo el verbo recordar). Teloneaban a Siouxie & The Banshees,
los primeros dioses de la larga primavera punk que se acercaban al triste Madrid de aquel tiempo ahora considerado renacentista por los
curators y demás mandarines.

Nacha Pop tocaban poco y mal, pero me gustaron más que Siouxie.  Ella era una vampyr, pero ellos jugaban con el ámbar del futuro.
Tenían eso que los ingleses llaman actitud: cada gesto en su momento, escasa pose... No eran nada pop: daban su alma por el rock agrio y negro de Graham Parker and The Rumour.
Su primer disco lo producía el futuro capo del copyright Teddy Bautista, que les convirtió en una rondalla emotiva pero blanda
Pero, claro, eran blancos y su primer disco lo producía (rematadamente mal)
el futuro capo del copyright Teddy Bautista, que les convirtió en una rondalla emotiva pero blanda. Les hice fotos. Era fácil enamorarse de la americana oscura de Antonio, sus piernas largas, la forma en que tocaba la guitarra como arrancándose tiras de piel, proclamando el dolor…

Tres años después contraté a Nacha Pop y Alaska y Los Pegamonides -que les odiaban-
para un concurso municipal de rock en A Coruña que me encargaron organizar (por 50.000 pesetas, lo juro). Desayuné con Antonio Vega y le regalé copias en papel de las fotos del Alfil.

"Me gustan mucho". Lo dijo mirando al suelo. De sus ojos colgaban agujas, proclamando fatalidad.
Le entrevisté en la emisora de FM local en la que yo trabajaba. Le acompañé a la prueba de sonido. Tomamos un pésimo café y fumamos un pésimo hachís. Hace unos años le vi  cantar de nuevo. Mi hija estaba a mi lado.

Antonio era un adorable guiñapo, sin voz pero con las mejores canciones, capaces,
única definición posible de la grandeza, de hacer llorar a un viejo de cuarenta y muchos y una niña de once. Había renunciado a ser negro, pero había conseguido ser agrio y fatal. Hacía que pareciese muy fácil enamorarse. Ese verbo me enseñó a conjugar Antonio en un patio donde cada vez  es más improbable el recreo.
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