En septiembre de 2008 algunos medios de comunicación publicaron la siguiente noticia: Adnan Oktar, un creacionista turco, ofrecía 6,2 millones de euros a quien fuese capaz de demostrar la Teoría de la Evolución.
Han pasado seis meses desde entonces y nada nuevo se ha vuelto a saber del furibundo antidarwinista ni de su suculento envite. A nadie le debería de extrañar. Estos mal llamados “retos” o “desafíos” surgen con cierto escándalo periódicamente y se extinguen sin gloria al poco tiempo. Suele quedar de ellos un rastro vago en las webs que llaman ‘de noticias curiosas’ y un par de conceptos flotando en la memoria: creacionismo y diseño inteligente.
El bicentenario del nacimiento de Darwin y el 150 aniversario de su obra El origen de las especies ha devuelto a la actualidad, entre otras cuestiones relevantes, el hecho de que una teoría sólida y contrastada más allá de la duda razonable -el darwinismo- siga siendo rechazada por una parte significativa de la humanidad instruida.
En Europa, un 20% de la población no acepta el hecho de la evolución y en EE UU, país donde el empeño del creacionismo por situarse en pie de igualdad con el darwinismo ha llegado más lejos, un 60% de sus habitantes se muestran reacios a aceptarla.
Cualquiera se sorprendería de que un combate entre un peso pluma y un peso pesado durase más de un asalto. La desigual pugna entre darwinismo y creacionismo dura ya más de un siglo. ¿Desconocimiento, ignorancia, fanatismo o simple y apático desinterés?
Y allí donde haya un misterio, dice el científico y ateo beligerante Richard Dawkins, habrá místicos que quieran que permanezca misterioso.
Un dios para cada agujero
La creencia en que el origen del mundo se debe a la intervención divina es el núcleo del creacionismo. Aunque amalgamados por la fe en Dios, no todos lo creacionistas hacen una interpretación literal de las escrituras sagradas.
El movimiento creacionista de la Tierra joven, denominado así porque sus seguidores afirman que nuestro planeta fue creado hace 6.000 años, rechaza las evidencias de la geología, la zoología y cualquier otra ciencia natural. Existen, sin embargo, otros grupos creacionistas más permeables a aceptar las enseñanzas científicas. Su halo de cientifismo les sitúa en la frontera del movimiento conocido como diseño inteligente.
El "anónimo" creador
Según la definición de William Dembski, uno de sus impulsores, el diseño inteligente es "la ciencia que estudia los signos de la inteligencia". Sus partidarios no niegan la evolución, sino que consideran que "dada su complejidad" -una complejidad imperfecta, como demuestra la biología- la evolución no puede tener como fundamento otra cosa que un “Arquitecto inteligente”.
Los partidarios del diseño critican el dogmatismo de la "ciencia oficial", para acto seguido presentarse como los únicos capaces de regenerarla. Para ello se amparan en una jerga enrevesada y pretendidamente técnica (como la supuesta "complejidad irreductible" del bioquímico Michael Behe) para ganar credibilidad.
El diseño inteligente aprovecha los puntos flacos de la teoría evolutiva -algunas de estas debilidades son ciertas, otras pura invención- para refirmarse en la existencia de un Diseñador. Aquello que la biología aún no ha conseguido explicar suficientemente es aprovechado en su beneficio -su obsesión última es el flagelo bacteriano- para proponer una enmienda a la totalidad del darwinismo.
El diseño inteligente, además, publicita sus reflexiones en otro frente mucho más manipulable. Se presenta a la sociedad como la única "teoría" capaz de "explicar de manera científica lo que el pueblo ha sabido siempre: que no se puede obtener diseño sin un diseñador". Un coartada populista que les sirve para etiquetar a los científicos darwinistas como una “minoría histórica” que se niega aceptar lo que el folklore y el sentido común siempre intuyeron.
La pretensión del diseño inteligente es lograr un "fértil programa de investigación biológica"; pero como advierte Francisco J. Ayala, biólogo estadounidense de origen español, "el diseño inteligente es mala ciencia o no es ciencia en absoluto. No está apoyado por experimentos, observaciones o resultados publicados en revistas científicas académicas".
Haciendo proselitismo por España
El pasado mes de enero, la Asociación Médicos y Cirujanos por la Integridad Científica (PSSI en sus siglas en inglés) desembarcó en España con un ciclo de conferencias (Lo que Darwin no sabía) y un inventario estándar de postulados anti-evolucionistas. Aunque el cartel de conferencias mencionaba las universidades de Vigo y León como sedes para algunas de las charlas, finalmente éstas no se celebraron en ningún campus universitario.
Algunos de los ponentes e invitados a las conferencias pasaron por la Cadena Cope, donde expusieron su argumento de que "la ciencia es impotente para descubrir la Mente inteligente" y vaticinaron que "la teoría neodarwinista se derrumbará en cinco o diez años".
Del Juicio del Mono a la sentencia de Dover
Durante el siglo XX los discípulos de Darwin presentaron batalla pública contra los sucesivos intentos de los creacionistas de enseñar sus dogmas en las escuelas públicas estadounidenses.
En la década de los veinte varios Estados sureños aprobaron decretos en contra de la evolución que prescribían como delito "enseñar que el hombre descendía de un orden inferior de los animales".
Uno de estos decretos, la Ley de Tennessee, fue el punto de partida para uno de los casos más famosos de la historia judicial norteamericana: el juicio del mono. En 1925 el profesor de enseñanza media John T. Scopes fue juzgado por enseñar la teoría de Darwin de que los humanos evolucionaron a partir de los primates.
"La lectura usual del juicio" -relata Jay Gould- "como una lucha épica entre el fanatismo ignorante y la virtud resplandeciente” pertenece más al drama heroico de la literatura que a la fidelidad de los hechos. A pesar de las distorsiones posteriores, el 'juicio del mono de Scopes' es considerado aún como el enfrentamiento más fuerte entre partidarios y detractores de Darwin.
El joven profesor fue defendido por el abogado liberal más famoso de todo el país, Clarence Darrow. La acusación, ejercida por un burócrata fanático llamado William Jennings Bryan, que moriría a los pocos días de terminar el juicio. La causa levantó mucha expectación. La defensa llamó como testigos a científicos y partidarios de la evolución.
La prensa mandó a sus mejores cronistas. Como en última instancia los abogados de la defensa no negaron que el profesor hubiera enseñado la teoría darwinista, Scopes fue declarado culpable y condenado a pagar 100 dólares. La condena no le supuso a Scopes la deshonra, sino la inmediata celebridad. Los deshonrados, pese a haber ganado el juicio, fueron los fundamentalistas defensores de la ley que le condenó.
La existencia de este tipo de leyes persistió en algunos Estados hasta la década de los sesenta. En 1968, una "valiente profesora de Arkansas", Susan Epperson, impugnó uno de estos decretos en el Tribunal Supremo y logró el esperado veredicto de inconstitucionalidad sobre la base de la primera enmienda.
La última en junio de 2005, cuando la Corte Federal prohibió la enseñanza en Dover de la teoría del diseño inteligente en clase de biología. En su dictamen, el juez John E. Jones, encargado del caso, aseguraba que aquella “sólo trataba de disfrazar bajo una supuesta teoría científica la creencia religiosa de que Dios creó la vida”.
En cierta ocasión le preguntaron al filósofo cognitivo Daniel Dennett su opinión sobre las razones por las que tantas personas no aceptan el darwinismo. "Creo firmemente que, al menos en EE UU, la resistencia de mucha gente al pensamiento evolutivo se debe al miedo a que les roben su libertad", respondió. Y añadió una recomendación: "Si podemos situar la libertad humana en un contexto evolutivo seremos capaces de entenderla y apreciarla mejor".
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