Escritoras en la sombra que no se rindieron

  • Rosalía de Castro, Charlotte Brontë, Jane Austen, Colette...
  • Osaron escribir en un mundo en el que carecían de derechos y, además, pelearon por abrir paso.
  • Les debemos buena parte de este presente.
De izquierda a derecha, un fresco de Pompeya con el supuesto retrato de Safo; Virgina Woolf, Jane Austen, Rosalía de Castro y Colette
De izquierda a derecha, un fresco de Pompeya con el supuesto retrato de Safo; Virgina Woolf, Jane Austen, Rosalía de Castro y Colette
De izquierda a derecha, un fresco de Pompeya con el supuesto retrato de Safo; Virgina Woolf, Jane Austen, Rosalía de Castro y Colette

Lo dijo Safo (Grecia, 650-580 a. C.), la primera poetisa occidental conocida: "Alguien se acordará de nosotras en el futuro".

De estas palabras nos separan casi 3.000 años en los que las mujeres han recorrido un difícil camino hasta llegar a esta actualidad, todavía atrasada y empeñada en subsanar la desigualdad con una @ que en realidad no cambia nada.

Las escritoras ejemplifican bien la lucha: muchas tuvieron que recurrir al seudónimo o, aún peor, tuvieron que sufrir la usurpación de sus obras por varones, a quienes parecía corresponder ese derecho.

No hace en realidad tanto que la autora de Una habitación propia (uno de los textos más usados por el feminismo), Virginia Woolf (1882-1941), dijo: "Pasará mucho tiempo antes de que una mujer pueda sentarse a escribir sin que surja un fantasma que debe ser asesinado".

Condenadas a esconderse

"No dejan pasar nunca la ocasión de decirte que las mujeres deben dejar la pluma y repasar los calcetines de sus maridos". La gallega Rosalía de Castro (1837-1885), considerada precursora del feminismo, denunciaba de esta manera el injusto papel de la mujer escritora en su Carta a Eduarda (1866)

Hubo muchas escritoras que, determinadas por lo que Rosalía exponía en su texto, se vieron obligadas a ocultar manuscritos.

Es el caso de la obra Jane Eyre, cuya autora, la británica Charlotte Brontë (1816-1855), tenía que esconder entre las patatas que pelaba.

Ella y sus dos hermanas, Emily (1818-1849) y Anne (1820-1849), recurrieron a seudónimos de varón para poder publicar. Charlotte se escondió tras Currer Bell y sus hermanas adoptaron el mismo apellido y alias que mantenían sus iniciales: Ellis (Emily) y Acton (Anne).

A pesar de sus esfuerzos por disfrazar su autoría, las editoriales rechazaban, como si pudieran adivinar la mano que tras las firmas se escondía, sus textos. Persistieron, y en 1846 salían los Poemas de Currer, Ellis y Acton Bell.

Al año siguiente Cumbres borrascosas era aceptada, y Anne lograba también un buen camino para su Agnes Grey. Charlotte tuvo que aguantarse con el rechazo a El profesor, pero consiguió que Jane Eyre viera la luz.

Jane Austen (1775-1817) también se vio obligada a ocultar sus escritos cada vez que alguien se le acercaba. En su caso la ocultación venía dada por la vergüenza impuesta por una sociedad que condenaba a una mujer escritora, o peor aún: simplemente escribiendo.

La novelista británica hoy está considerada uno de los clásicos de la literatura. Algunos han querido ver conservadurismo en su literatura, pero es justo señalar lo contrario: revestida de una sutil ironía, la escritora cuestionó el papel de la mujer injustamente relegada.

El derecho era de ellos

"Los hombres miran a las literatas peor que mirarían al diablo... Únicamente alguno de verdadero talento pudiera despreciar necias preocupaciones; pero... ¡ay de ti entonces!, ya nada de cuanto escribes es tuyo... Tu marido es el que escribe y tú la que firmas...". También en su Carta a Eduarda, Rosalía de Castro declaraba un hecho que entonces era norma: ellos firmaban las obras creadas por sus mujeres.

Los hombres miran a las literatas peor que mirarían al diablo". Rosalía de Castro

La novelista francesa Colette (1873-1954) conoció de primera mano esta usurpación. Su marido no tuvo escrúpulo alguno a la hora de animarla a escribir sus primeras obras, la serie Claudine (1900-1903), para luego firmarla él.

Poco después Colette se divorció y empezó a reivindicar los derechos de la mujer. Fue elegida miembro de la Academia Goncourt en 1945; algo que la española Cecillia Böhl de Faber (seudónimo Fernán Caballero) no lograría pese a haber sido propuesta.

A Gertrudis Gómez de Avellaneda tampoco se le permitió la entrada. Emilia Pardo Bazán, muy criticada porque jamás quiso ocultar su identidad, tampoco pudo acceder a la Academia.

Caterina Albert (1869-1966) descubrió la crueldad del mundo editorial desde su entrada en 1898 con el monólogo La infanticida. El texto alarmó a todos por el tema, pero sobre todo porque era una mujer la que lo firmaba. Caterina Albert recurriría desde ese momento al seudónimo Víctor Catalá, personaje de una de sus obras. Quiso así apaciguar la polémica sobre su literatura, cuyo principal pecado estribaba en su extrema dureza, algo inconcebible e imperdonable para una mujer.

La Academia sigue siendo masculina

En 1874 María Isidra de Guzmán y de la Cerda era admitida en la Real Academia Española de la Lengua. Cuatro años después, en lo que parecía un buen augurio, se le permitía el acceso a Carmen Conde. En 1996 era nombrada académica Ana María Matute. En 2002 y 2003 se sumaban Carmen Iglesias y Margarita Salas. Llegamos hasta el presente, año 2009, y un dato que no necesita calificativo: frente a los 37 hombres, 3 mujeres.

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