Más alto al natural de lo que aparenta en el cine, con las arrugas esperables en alguien de 46 años que no para de gesticular y siempre con el chiste y la sonrisa en la boca, no es fácil distinguir al Jim Carrey real del que acapara la cámara en sus películas.

Sí. Interpreto a un tipo muy nervioso que hace cosas arriesgadas y aprende a tocar la guitarra y a hablar coreano. Además del esfuerzo físico, ser actor requiere estudiar cosas nuevas en cada película. Es muy positivo. Soy un diletante: me gusta saber un poquito de muchas cosas.

Cuando me llega un guión ya ha pasado por muchas manos. Intento tenerlo dos o tres meses antes de comenzar a rodar porque me resulta muy productivo. Me siento con los escritores, aporto ideas, hablamos de cambios, se escuchan muchos disparates y terminamos incluyéndolos. Pero después, cuando estoy delante de la cámara, no sé lo que va a ocurrir. Estoy en escena y surge la espontaneidad. Una comedia es como un organismo cambiante.

Decir no, definitivamente. Siempre me ha pasado. He aceptado muchas ofertas en mi vida, y algunas veces eso me ha causado inconvenientes y situaciones incómodas.

Pensamos que responder afirmativamente es lo correcto, lo que uno debe hacer. Pero es algo deshonesto: lo hacemos, simplemente, porque no nos gustan los enfrentamientos. Pero estoy aprendiendo e intento cambiarlo. Ahora respondo, clara y rápidamente, «¡No!». Sin pensarlo. Así evito que me enganchen en compromisos odiosos.

Sueño con... ¡interpretar a una enorme bola de fuego que desprenda mucha luz! No, en serio, me gustaría interpretar a alguien muy espiritual. Un personaje que transmita energía. Admiro a artistas como

Meryl Streep, que le dan a sus personajes algo especial que les hace saltar de la pantalla. Definitivamente, ¡quiero hacer los papeles que le ofrecen a Meryl Streep!

No puedes pedirle a un pintor que haga un tipo determinado de cuadros, ni si un estilo le atrae o le cuesta más. Los pintores no buscan algo, lo encuentran cuando cogen el pincel. En mi caso pasa lo mismo: hago los personajes que surgen y a los que me conduce la vida. Aquellos que no puedo rechazar, que siento propios.

Me pasó con

El show de Truman. Cuando la rodé, hace diez años, me había convertido en alguien muy famoso, justo de lo que hablaba la película. Las cosas que le pasaban a Truman me habían ocurrido a mí. Sentía la necesidad de, en un momento determinado, tomar las riendas de mi propia vida. Necesitaba interpretar a alguien que se rebela y deja de estar dispuesto a hacer todo lo que la gente espera de él.

Hago películas en función de cómo me siento. En

¡Olvídate de mí! acababan de romperme el corazón: ahora no podría hacer tan creíble ese personaje. Me gusta pensar que, a través de la interpretación, conecto conmigo mismo. Es algo íntimo, que exige un compromiso que va más allá del trabajo.