Nosotros, los animales de pluma

  • La pintada, hoy, es un ave de corral; quedan algunas, eso sí, como adorno de jardines.
  • La perdiz roja es la reina, por encima de la pardilla, de la moruna y de la nival.
  • Ya pasó el verano, con sus tórtolas y sus codornices de trigal y de viña.
Becada.
Becada.
Becada.

Como no quiero, y en esta ocasión menos que nunca, adornarme con plumas ajenas, me apresuro a explicar el título de esta crónica: "Nosotros, los animales de pluma". Pertenece al maestro de periodistas que fue César González Ruano, como recordaba este fin de semana en su artículo gastronómico mi amigo, colega y paisano Manuel Martín Ferrand.

Al parecer, César comenzó así una intervención en una pollería madrileña que hace ya años que cerró sus puertas: "Nosotros, los animales de pluma". Él lo era, porque era con pluma como escribía. Nosotros, los periodistas de ahora mismo, nos seguimos considerando animales de pluma, aunque haga muchos años que la hemos arrinconado en beneficio del ordenador y ni siquiera imprimamos ya con tinta, sino con láser.

Pero sí, se nos puede catalogar como animales de pluma, algo que compartimos con los cefalópodos, que son esos moluscos que tienen los pies en la cabeza -ojo: no la cabeza en los pies, que es otra cosa- y que tan ricos están: calamares, con tinta o sin ella, su recua de parientes cercanos como la pota o el choco, los pulpos...

Pero hoy no vamos de cefalópodos. Los otros animales con plumas son, claro, las aves. Con ellas vamos. Martín Ferrand glosaba en su artículo la excelencia de un ave que hace mucho tiempo que no es "salvaje": la pintada, o gallina de Guinea, un ave ciertamente muy estimable y estimada, con mucha historia y mitología dentro, que habría que remontar a la muerte del príncipe Meleagro, el cazador del monstruoso jabalí de Calidón.

La pintada, hoy, es un ave de corral; quedan algunas, eso sí, como adorno de jardines, pero su más alta misión es la de ser cocinadas: están muy ricas. De todos modos, y aun reconociendo las altas virtudes gastronómicas de las aves de corral, desde el pollo de verdad hasta el capón -a poder ser de la lucense Vilalba o, si no, de Cascajares-, pasando por el pavo común, la pularda, la gallina, el pato doméstico y hasta el faisán, y sin olvidar los nada desdeñables méritos de los inquilinos del palomar, que el pichón es un punto intermedio entre el corral y el bosque, he de admitir mi devoción por las aves de caza, por la caza de pluma.

No como portador de escopeta: sería incapaz de disparar un tiro. Hablo como portador de un arma más discreta, el tenedor. Quede claro que respeto absolutamente -en la medida, claro está, en la que ellos estén dispuestos a respetarme a mí- a los enemigos de la caza. No quiero, para nada, entrar en este tipo de polémicas en las que es imposible convencer al contrario. Pero diré, solamente, que me juzgo poseedor de los mismos derechos que un zorro, un gato montés o un halcón a la hora de saborear las carnes de estos plumíferos.

Ya pasó el verano, con sus tórtolas y sus codornices de trigal y de viña. En esta época, el ave más habitual en las cartas -y casi única en las pollerías bien abastecidas- es la perdiz.

Ahora hay restaurantes que trabajan la perdiz escocesa, la "grouse". Me gusta; pero he de proclamar la indudable superioridad de la perdiz del país, de la perdiz roja. Es la reina, por encima de la pardilla, de la moruna y de la nival, que tuve ocasión de probar un invierno en Noruega.

La perdiz, roja, de aquí. A su gusto: estofada, a la cazadora, en escabeche... Las palomas, las torcaces, tienen su público, sobre todo en las zonas de paso, en el norte de Navarra, allá por Echalar, Santisteban o Elizondo. Mejor guisadas que de otra forma; tienen un punto bravío que a mí me gusta, pero que hay gente a la que no le hace demasiada gracia. Y tienen tendencia a estar duras: hay que hacerlas bien, dejarse de puntos cortos y cocinarlas como lo piden.

Pero la reina, para mí y para muchos ilustres gastrónomos, es la esquiva dama del crepúsculo, la becada. "Ya hay becadas", es el anuncio que cada año, más o menos por esta época, me hace ese espejo de directores de restaurante que es José Jiménez Blas, de 'Zalacain'. Y no tardo más que unos días en ajustar la agenda y acercarme por allí... o ir a ver a Salvador Gallego ('El Cenador de Salvador'), a Jesús Santos ('Goizeko Wellington') o a Iñaki Camba ('Arce'), entre otros, para disfrutar del mejor sabor del bosque, ese sabor que se confunde con la tierra húmeda, con la hojarasca, amado y cantado por Brillat-Savarin, por Curnonsky, por Cunqueiro... Un sabor único, que se redondea con la tosta impregnada con sus propios interiores.

Una obra de arte de la naturaleza, a la que el trabajo del hombre -del hombre-cocinero- da su verdadera categoría. Es, ya digo, la reina del bosque, la reina del otoño. ¿Cómo se la voy a dejar a los gatos monteses, por muy bien que me caigan los gatos? Seriedad, señores...

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