Dulces de antaño en vías de extinción

  • Delicias como los torrats, canelons de taronja o casca de Valencia dejan de elaborarse para dar paso a sabores más modernos.
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La confitería evoluciona y sus exquisiteces sofisticadas de hoy llevan también al olvido a otras creaciones que durante décadas engatusaron el paladar de los alicantinos. Bien lo saben en
Turrones Teclo, una saga de confiteros centenaria que se jacta de tener el
Título de Maestro Confitero más antiguo de España, expedido en 1824.

«Los gustos cambian, antes hacíamos, por ejemplo, el careo, con clara montada; el merengue ha decaído y hoy se trabaja mucho más con hojaldres», explica José Manuel Aznar Coloma.

CONFITERÍA EN DESUSO

Torrats. Eran garbanzos rizados con azúcar.

Canelons de taronja. Contenían corteza de naranja y estaban rellenos de ese mismo ingrediente, pero seco.

Anises rizados. Su núcleo era una semilla de matalauva muy pequeña, rebozada cogiendo capas de azúcar para aumentar su tamaño.

Frutos glaseados. Su consumo ha bajado a límites que hacen entrever su desaparición de los mostradores.

Higos confitados. Muy poco demandados.

Poncil confitado. Era una variante del límón, elaborado a base de hervidas de azúcar y agua, es decir, el almíbar (mitad y mitad) hasta conseguir una saturación natural. Se podía almacenar para su venta posterior y se servía a medio o cuartos. Hoy es conocido como pomelo.

Casca de Valencia. Más recientemente se conoce como mazapán redondo o pan de Cádiz. En sus inicios se componía del mazapán, y la casca estaba protegida por clara de huevo montada y solidificada. No acabó de cuajar en los gustos del consumidor.

Recuperaciones. También regresan a la oferta variantes de delicias como ajonjolí, sésamo o alegría. Y el terronico, que comían los artesanos en Nochebuena y no se vendía. Hoy es guirlache.

Diplomas con una descripción física 

A falta de fotografías, los diplomas acreditativos del confitero contenían una descripción física de los rasgos del artesano, para que ningún impostor pudiera suplantarlo. «Los tengo entre dos cristales, para conservarlos, porque con 200 años, si los saco se hacen polvo, seguro», cuenta María Salud Aznar Coloma, que ya no lleva el apellido Sirvent porque la saga se remonta décadas. «Era el bisabuelo de mi abuela, Juan Sirvent Carbonell», recuerda. Estaban obligados a pasar un examen todos los que trabajaban con la cera de las abejas, para obtener el título de maestro cerero.

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