Noches de insomnio en Afganistán

Hernán Zin, con las tropas de EE UU, en Afganistán. (H. Z.).
Hernán Zin, con las tropas de EE UU, en Afganistán. (H. Z.).
Hernán Zin
Hernán Zin, con las tropas de EE UU, en Afganistán. (H. Z.).

Las explosiones sacuden las paredes de las barracas, hacen oscilar los techos, estremecen el alma. Difícil conciliar el sueño en la base Kustchbach, enclavada en el valle de Tagab. Desde las montañas que la rodean, los talibán le lanzan vetustos misiles, que en su mayoría pasan de largo o se quedan cortos. Encienden la mecha y corren en busca de refugio.

A su vez, los artificieros de la 101 División Aerotransportada les responden con morteros de 120 mm, que puede alcanzar hasta siete kilómetros de distancia. "Fire", se escucha que alguien grita. Acto seguido, un estruendo ensordecedor. Y medio minuto después una casa o un árbol que arde en la distancia. Así hasta que amanece.

Disparamos a los lugares desde donde habitualmente nos atacan
"En acción preventiva, disparamos a los lugares desde donde habitualmente nos atacan", comenta el capitán James Bithorn, que a los 27 años es el responsable de los 167 hombres, y una mujer, que viven en la base. "A veces son los mismos vecinos de la zona los que nos llaman para decirnos que han visto a talibán transportando misiles".

Inclusive algo tan sencillo como ir al servicio resulta arriesgado. El cuartel yace en la más absoluta oscuridad y los soldados se dirigen a los contenedores donde funcionan los lavabos guiados por linternas de luces rojas que evitan que los "chicos malos", como ellos los llaman, los puedan ver. Lo que nadie celebra en esta parte del mundo son las noches de luna llena o el canto rodado que separa las barracas y que resplandece en la penumbra.

"Aquí nos sentimos como un pato de feria", afirma Simpson, un joven soldado tejano que en pantalones cortos se fuma un cigarrillo bajo el resplandor de las estrellas. "Esperamos que dentro de poco pongan bolsas de arena alrededor de las barracas, así estamos más seguros. El día que los talibán acierten, tendremos una desgracia".

El lejano oeste

La base Kustchbach tiene algo fortín del lejano oeste, rodeada no de indios hostiles sino de guerrillas integristas que, a pesar de la diferencia de armamento, no cejan en su empeño por causar bajas entre los soldados de EEUU. "Hasta principios de año este era un lugar tranquilo", explica el comandante Dillinger, uno de los responsables de la operación de EEUU en la provincia de Kapisa. "Después comenzaron a llegar los talibán, ya que este es un sitio estratégico en la ruta a Kabul, y además porque entre las montañas y la vegetación no les es difícil atacarnos".

Están mostrando una decisión que no esperábamos
Según Dillinger, en este tiempo han matado en dos ocasiones a la diligencia radical de la zona, aunque los combates continúan. "Están mostrando una decisión que no esperábamos", agrega en un diagnóstico que se podría hacer extensivo a todo el país, ya que las tropas extranjeras han sufrido más bajas aquí durante los últimos sesenta días que en mismísimo Irak.

Vivir en peligro

De todas las bases que, dentro de la Operación Libertad Duradera, EEUU tiene en la provincia de Kapilsa, esta es sin dudas la más peligrosa. No sólo por los ataques con proyectiles, sino porque apenas los soldados salen en patrulla se encuentran con artefactos explosivos y emboscadas.

"La última vez que vine aquí me dispararon con un lanzamisiles RPG. Falló por unos metros", explica el sargento primero Efrain Portalatin, oriundo de Puerto Rico. El lugar del incidente fue la carretera que conduce a Bagram, donde la semana pasada tres militares resultaron heridos.

La última vez que vine aquí me dispararon con un lanzamisiles RPG
En la base Kustchbach no son pocos los soldados que llevan una pulsera negra en recuerdo de Isaac "Palo" Palomarez, que murió el 9 de mayo en esa misma ruta. "Era como un hermano", afirma Norton, otro soldado tejano que masca tabaco y escupe en una botella de plástico mientras habla.

El sol descubre el perfil de las magníficas montañas que rodean el cuartel militar. Cesan los disparos de artillería. El calor ya aprieta y las moscas empiezan a molestar. Ahora les toca a los soldados del tercer pelotón salir en patrulla. La mayoría son jóvenes que no superan los 22 años. Avanzan hacia los carros blindados con cara de cansancio.

Empotrado en Afganistán: una mañana en Tagab

Operación destinada a ganarse "los corazones y las mentes de los afganos". Al tercer pelotón de la base le toca esta semana la labor de patrullar la zona. Sus integrantes, en su mayoría jóvenes que no superan los 22 años, se preparan. Cargan las armas en los humvees, coordinan las frecuencias de las radios. El sargento da las instrucciones. Comenta que hay una amenaza de atentado suicida.

Seis vehículos blindados se detienen frente al pueblo de Tagab. Desde allí los soldados caminan. Es un pueblo colorido, con su gran bazar, su mercado de camellos, y al mismo tiempo miserable, ausente de luz, de agua corriente, como buena parte de Afganistán, anclado en la Edad Media.

Podía ir a la guerra, pero en mi país no me podía tomar una cerveza
La patrulla se dirige a la escuela local, que recibe ayuda económica de EEUU. Uno de los jóvenes militares se entrevista con el director. Habla del número de alumnos, de los turnos. Aprovecho, salgo y converso con los alumnos. "
Con los talibán hay que negociar. Son nuestros hermanos musulmanes, no podemos pelear con ellos", afirma. "Uno de los soldados que está escuchando, se acerca e interviene. "¿Te van a hacer escuelas, carreteras, los talibán?", le pregunta. El joven estudiante, de 20 años, insiste en que hay que negociar con los integristas, la misma línea que defiende el presidente Karzai.

Continúa la operación, que se dirige al mercado de camellos, abarrotado de animales y vendedores a primera hora de la mañana, con el magnífico marco de las montañas como telón de fondo. Converso con Williams, uno de los soldados. Tiene 22 años, entró al Ejército cuando tenía 18 porque ese siempre había sido su sueño. "Se suponía que terminaba en unos meses pero me han ordenado que me quede un año más", explica. Sirvió en Ramadi, Irak, cuando aún no era mayor de edad. "Podía ir a la guerra, pero en mi país no me podía tomar una cerveza". Cuando finalmente lo den de baja espera poder ir a la universidad y estudiar informática.

Se suponía que la misión, de dos horas, terminaba en el bazar, donde los soldados harían compras como una forma de integrarse con la comunidad local. Tarjetas de teléfono, souvenirs, frutas. Sin embargo, recibimos un pedido de QRF (Quick Reaction Forcé) y volvemos a los blindados y nos marchamos a toda prisa. Son las ocho de la mañana.

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