Juicio del 11-M: réquiem por la ‘agujerología’

Alrededor de 320 horas de vista oral fueron necesarias para desmontar una de las conspiraciones más tenebrosas de la reciente historia moderna.

El juicio del 11-M, la vista más importante tras la del 23-F, dejaba caer el telón el pasado 2 de julio, cuatro meses y 17 días después de que Javier Gómez Bermúdez, un juez singular y mediático, iniciara el desfile de los 309 comparecientes, de los que 117 fueron policías y guardias civiles.

Quedaba demostrado que se podía combatir el terrorismo islamista sin bombardeos indiscriminados, sin cárceles secretas, sin Guantánamos. El coste, asumible: tres millones de euros.

En los cuatro meses y 17 días que duró se vivió una auténtica esquizofrenia procesal, con acusaciones convertidas en defensas, una situación insólita que motivó continúas advertencias del presidente del Tribunal. A esta anormalidad contribuyó decisivamente la Asociación de Víctimas del Terrorismo y sus ‘franquicias': su filial -la Asociación de Víctimas del 11-M- y una acusación particular, encarnada por uno de los abogados a los que tiene en ‘nómina', Juan Carlos Rodríguez Segura.

La AVT puso una vela a Dios y otra al diablo. Su letrado titular, Emilio Murcia, tuvo que reconocer que no había pruebas de la implicación de ETA, pero sus otros dos compañeros pusieron el contrapunto. Uno de ellos expuso una teoría sobre "la cuarta trama", en la que se encontraría ETA, mientras que el ya citado Rodríguez Segura coronó su tránsito por el juicio con unas conclusiones memorables en las que sostenía como argumento de autoridad que los atentados no podían ser obra de Al Qaeda porque nadie había pedido el procesamiento de Bin Laden.

Para este empleado de la AVT todo era sospechoso, empezando por la mochila repleta de Goma 2 Eco hallada en Vallecas, que pudo ser colocada allí "para desviar o atraer la atención sobre determinadas personas" - lo mismo que el Skoda Fabia o la cinta con versos del Corán encontrada en la Renault Kangoo, los dos coches empleados por los terroristas- y terminando por el suicidio de Leganés, lo más sospechoso de todo: "Llama la atención que no se hubieran inmolado en los trenes y que luego lo hagan en un piso".

Así, buena parte del juicio se dedicó al desmontaje de los denominados ‘agujeros negros', la realidad inventada por cierta prensa canalla, dicho sea en palabras de Valle-Inclán.

He aquí un somero resumen de estas simas insondables: la mochila de Vallecas fue colocada por una mano negra; la Renault Kangoo fue llenada de objetos por otra mano tan negra como la anterior; los tráficos telefónicos obtuvieron sin respaldo judicial; el segundo vehículo de los terroristas, el Skoda Fabia, fue una aportación del CNI, el paraíso de las manos negras; y el suicidio de Leganés, en realidad fue un montaje de manos negrísimas que colocaron los cadáveres a posteriori.

La trama de ETA quedó, en gran medida, desarticulada tras la deposición del ex director general de la Policía, Agustín Díez de Mera, al que Bermúdez tuvo que empapelar tras negarse en primera instancia a revelar la fuente que le había hablado de un informe que mencionaba a la banda y que, supuestamente, el Gobierno había manipulado porque no favorecía sus intereses. La fuente, el comisario García Castaño, negó la mayor y la menor, con lo que el ridículo de Díaz de Mera fue espantoso.

El siguiente clavo ardiente al que se agarraron los agujerólogos para apuntalar la existencia de una alianza entre ETA y Al Qaeda fue el estudio del explosivo empleado, tras determinarse que en al menos uno de los focos se encontró nitroglicerina, un componente que no está presente en la Goma 2 Eco, pero sí en el titadyne y en la Goma 2 EC.

Cualquier persona normal puede suponer que si unos terroristas roban explosivos de una mina y si entre éstos hay Goma 2 Eco y Goma 2 EC, es muy probable que amasen ambos sin distingos para fabricar sus bombas, y que, al estallar los artefactos, se hallen restos de los dos explosivos. Pero el sentido común fue difícil de hallar a lo largo de las largas sesiones del juicio.

Bermúdez, todo hay que decirlo, estuvo impecable, excepción hecha de un grave error procesal que pudo determinar la nulidad de la vista.

Al inicio del juicio cada de una de las partes personadas presentó sus calificaciones provisionales, entre ellas varias acusaciones particulares que atribuyeron al Estado responsabilidad civil subsidiaria en los hechos.

En estos casos, era obligatorio que el Tribunal, o sea Bermúdez, diera traslado al abogado del Estado de dichos escritos para que pudiera obrar en consecuencia. Sin embargo, juez olvidó cumplimentar este trámite, lo que le obligó a embarcarse en una rocambolesca operación con el conjunto de los acusadores para salvar el juicio y su prestigio.

El juez se reunió con alguna de estas acusaciones para trasladarle su preocupación por lo que podría ocurrir si alguna de ellas mantenía su petición de responsabilidad civil subsidiaria del Estado, ya que al no haberse dado trámite a la abogacía del Estado cualquier defensa podría exigir la nulidad de la vista.

La única solución posible era que ninguna de las acusaciones mantuviera su petición en su escrito de calificaciones finales y, para conseguir ese objetivo, los abogados de todas ellas se reunieron el miércoles 23 de mayo en un restaurante de la Casa de Campo de Madrid, a orillas de su famoso Lago.

El resultado de este ‘pacto del Lago' fue que los acusadores aceptaron dejar de lado su pretensión, lo que a tenor de cómo se desarrolló el juicio hubiera estado más que justificada, y unificaron su solicitud de indemnización: un millón de euros por fallecido. Las acusaciones, incluida la AVT, que también se prestó al juego, le hicieron a Bermúdez el favor de su vida.

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