Asunción Ramos: "Una orden de alejamiento trajo paz a mi vida"

Asunción Ramos, frente al mar.
Asunción Ramos, frente al mar.
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Asunción Ramos, frente al mar.

Estamos nadando bajo un sol radiante en la piscina de un parque acuático. Mis hijos se ríen, felices, despreocupados. Yo estoy aterrada. Si supieran que en estos momentos pueden estar deteniendo a su padre 'por mi culpa' me odiarían. ¿Qué he hecho? ¿Era necesario? ¿Realmente soy víctima de malos tratos?

He huido a este complejo hotelero tras poner la denuncia y pasar una noche temblando de miedo. No se me ocurrió otro plan. Además es el cumpleaños de mi hijo. No podía celebrarlo en casa como otras veces. Como cuando hacíamos esas fiestas en las que aparentábamos ser una familia feliz, todos tan sanos y sonrientes. Naturaleza. Crianza natural. Idílico. Lo que nadie imaginaba es que yo tenía que medir mis palabras y actos para no desatar su furia. Que, lejos de ser libre, vivía en una cárcel. Repaso los últimos nueve años. ¿Cómo he llegado aquí?

Me vuelve a llamar la Guardia Civil. Repito las indicaciones para llegar a su domicilio, su descripción, sin que los niños me oigan. Cuelgo. Me concentro para intentar estar presente, que parezca que me divierto. Al mismo tiempo, una voz en mi cabeza me hace dudar. NO. Tengo que parar esto de una vez. No puedo más...

Cuando reuní coraje para separarme, hace casi un año –tuve que escapar con mis hijos porque él no accedía a marcharse, pese a que la casa es de mi familia—, pensaba que por fin acababa todo. Pero no. El problema ha ido agravándose, en tono y en frecuencia. En mensajes y WhatsApps al móvil, al dejar o recoger a los niños. "Puta", "Zorra", "¿Crees que vas a poder ser feliz?", "Ahora sí vas a tener de qué preocuparte", "Pobres niños, con una madre tan puta"... Sus palabras hacen sangrar heridas abiertas. Sus gritos, acusándome delante de los niños de acabar con la "familia", retumban en mi cabeza.

Por la noche, a solas en el balcón, hago balance. Me acuerdo de las vacaciones que hemos pasado todos juntos. Paréntesis en una convivencia que me ha empequeñecido hasta casi no reconocerme. "No me toques los huevos", ha sido la frase que más he oído estos años, a diario. Si yo no le hacía caso, comenzaban los insultos -"loca" e "histérica" eran sus preferidos-, los gritos, los golpes en las paredes... "No grites, que los niños duermen", como canta Bebe, era mi réplica.

Han pasado seis meses. Una orden de alejamiento —expira en quince días, ay— trajo al fin paz a mi vida y claridad a mi cabeza. Ahora no tengo dudas. Sé que fui víctima de malos tratos durante nueve años.

Fue duro, pero valió la pena pasar diez días temblando, esperando a que los agentes localizaran y detuvieran al que aún es mi marido (y parece que para largo: esta semana me ha llegado una notificación del juzgado que postpone la vista nuevamente por problemas de agenda). Ocho días de trabajo a la comunidad y una orden de alejamiento por seis meses. El abogado de oficio me recomendó que nos ciñéramos a los últimos WhatsApps, que no le contara mi vida a la jueza. No creo que nadie en la Guardia Civil ni en el Juzgado, ni siquiera mi abogado, al que conocí media hora antes de entrar en la sala, leyera mi diario del último año, el que hice siguiendo el sabio consejo de una de mis amigas salvavidas.

Aunque no tuviera repercusión en la condena, ese diario fue de vital importancia. Llevar la cuenta de cada ofensa me hizo tomar conciencia de la gravedad del asunto. Un paso imprescindible para ver la realidad. Para buscar ayuda.

Y la encontré. Me salvaron el apoyo incondicional de mis amigas y el refugio de mis tíos. En otro plano, me acompañaron la asociación de mujeres que asiste en la provincia donde vivo a las víctimas de violencia de género —desde enero trabaja sin fondos, en espera de la subvención que la Administración debe aprobar—, y la psicóloga de la Concejalía de Igualdad —el único efectivo destinado en el municipio donde resido al Servicio de Prevención y Atención a Víctimas—.

Contestando a sus preguntas, hilvanando mi propia historia, he entendido que el que tu pareja te menosprecie, te ridiculice, te ignore ("ley del hielo), te haga llorar criticando a tu familia y amigas/os, te niegue el sueño y el tiempo libre (dejándote sola al cuidado de los niños día tras día, noche tras noche), te arruine todas las fiestas, te grite, te insulte, estalle en ira rompiendo cosas, te haga vivir con miedo, termina aislándote y anulándote. Es violencia de género.

Enumerándolo así se ve claro. Lo peligroso, en mi caso y en otros muchos, es que sus palabras y sus actos quedaban diluidos en la rutina y amortiguados por el arrepentimiento, los regalos y a veces las flores. La 'luna de miel' que sigue a cada capítulo violento engaña a la mujer. Además, está el agravante cultural, que hace a la mujer asumir la humillación como algo cotidiano, pues en muchos casos vieron padecerla a sus madres y abuelas.

Por eso, es imprescindible oírse o leerse a una misma relatando los agravios, que adquieran peso, que se hagan evidentes. Lo más pronto posible. Yo tardé demasiado. Ya me he perdonado. El siguiente paso, dicen los profesionales, será darme cuenta de que no tenía nada que perdonarme. Por ahora me conformo con desterrar el miedo, acoger el día con ilusión, mirarme al espejo y encontrar a esa vieja y querida amiga a la que tanto había extrañado. YO.

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