La literatura más joven (y nada juvenil) es hoy tierra de mujeres

  • Jenn Díaz, Sara Mesa y Cristina Morales son tres de las novelistas con menos edad de nuestro panorama y sin embargo destacables obras.
  • Princesa Inca, Irene G Punto  y Berna García Faet son algunas de las autoras que más resaltan en el panorama poético más joven.
De izquierda a derecha, Sara Mesa, Princesa Inca y Jenn Díaz..
De izquierda a derecha, Sara Mesa, Princesa Inca y Jenn Díaz..
20minutos
De izquierda a derecha, Sara Mesa, Princesa Inca y Jenn Díaz..

No es cuestión de necesitar paridad o reclamo, no aquí, en el mundo de las letras, es por suerte (o más bien talento y trabajo) cuestión de realidad: ellas, que, desde Safo, y hace más de tres mil años, han peleado y sufrido el desprecio y la injusticia por ser mujeres, son ahora la presencia atrevida y constante, el arañazo al mundo ya menos patrimonio exclusivo de hombres. Es sin querer, no hay que forzar, que sus nombres visitan los primeros la reciente memoria cuando joven y literatura son parte de la misma oración.

Jenn Díaz. No tiene ni 30 años, 28 para ser exactos (que no hirientes con los 'viejóvenes'), y su voz es tan sólida, madura, rotunda y constante que uno se cuestiona la posibilidad de que Jenn Díaz haya sido mayor antes que niña. Sus novelas Madre e hija (Destino), que es la última y apenas tiene unos meses, y la anterior, Es un decir (Lumen), resistirán la prueba de los años y el examen del arquitecto más exigente.

Araña con una inquietante prosa que destroza convenciones a fuerza de saltárselas (sin que se note) y deja los ojos fijos en sus páginas sin la necesidad tan propia de la novela negra pura que no escribe. Si hay que escoger, Es un decir, escrita cuando tenía 26, gana en una elección subjetiva y propia. La ausencia del padre marca la vida de una niña que no nos recuerda a ninguna y al tiempo podríamos ser cualquiera y nos empuja a un mundo de secretos y ausencias para abrir esa parte que esquivan las tramas donde todo el tiempo suceden y suceden, y esta vez sí cabe la palabra fea, 'cosas'.

Sara Mesa. Los ha pasado, los 30, es del 76, pero sus novelas llevan esa edad en su escritura y publicación, así que sí, es joven sin eufemismo. Y lo que importa: en novela resulta brutal abordar la narrativa con una madurez propia de quien hubiera escrito veinte novelas de ensayo anteriores. Quién sabe, quizá las tenga.

Sara Mesa es potencia y desnudo, oscuridad y límite. Y no necesita, con respeto va esto, ni novela negra ni novela histórica. Con Cicatriz (Anagrama) desgrana las necesidades del ser humano en un universo que roza la locura y no hay juicio acerca de lo que significa la palabra loco. Un hombre y una mujer mantienen una perversa relación a la que difícilmente se le puede poner nombre. Ella no es frágil, pero está sola o se siente sola, que duele más, y él, que está absolutamente solo, busca una mujer que sea ese maniquí que asusta cuando se le quita la ropa. Su última obra, Mala letra, aborda a través de relatos la culpa y la redención, la falta de libertad y esos aparentemente mínimos momentos que luego resulta que lo cambian todo.

Cristina Morales. Recién pasada la treintena, Cristina Morales (1985), que lleva unos años publicando, entre otras Los combatientes (Caballo de Troya, 2013), en la que reflejaba una asamblea de indignados que enarbolaban banderas de juventud, amor, amistad y atrevimiento, en su última novela no se queda atrás en cuestión de osadía, que es de hecho su sello.

Nada menos que meterse en la piel de Santa Teresa es lo que hace en esta obra, y aún más: una Santa Teresa sin censuras y plena libertad. La pregunta de la que parte es ¿qué habría escrito en un tiempo de libertad? Así recrea el personaje Morales en Malas palabras (Lumen). Marcada y guiada por la desobediencia, no tiene temor a 'tocar' y 'retocar' a una autora en teoría intocable o al menos en el sentido en que lo hace ella.

Irene G. Punto. Pueden pulirse o eliminarse o sacar pegas o directamente desviar la mirada del trabajo de Irene G Punto, pero hay en su último libro Carrete velado (Aguilar), fotografía y poemas o prosa lírica o frases lúcidas o micropoemas, la promesa de una posible barbaridad con fundamento. Su juventud, no precisa fecha exacta de nacimiento la escritora: «Cuento, cuento, cuento... que nací en los 80 –buena cosecha, mejores recuerdos–», no ensucia lo que dice con una ingenuidad de la que carece. Mucho menos ese falso infantilismo al que tantos siguen condenados en una adolescencia ridículamente alargada.

En palabras de Luis Eduardo Aute el trabajo de Irene es «pura pasión por la palabra y la imagen, por sus redes y paredes, por sus zumos y zumbidos, interconjugándose entre sus mismos jugos y fuegos rotos por el ¿desamor?» En las propias: un escupitajo sin mesura ni imposible elegancia (no hay pose para escupir) a los deberías y un tirarse sin red por la ventana de las preguntas complicadas.

Princesa Inca. Ella sí es una Mujer Precipicio, y su libro así titulado (que no es el último) es un navajazo bestial y de frente a todo lo que acostumbra (así lo dicta la sociedad) a rehuir la mirada. Y lo lleva dando desde hace ya unos años una mujer que apenas roza los 37 años.

Enferma o no, con un diagnóstico que tiene o no tiene demasiado en cuenta pero cuya medicación le impide las distancias largas de novela que muchas veces ansió alcanzar, Princesa Inca (1979) es la demostración brutal de que la más trágica existencia resulta, una vez más, en el arte más potente. Son sus palabras más fuertes que sus pastillas y los psiquiátricos que no esconde en sus poemas, es más: casi toman la palabra. Mujer Precipicio, obra y autora, no olvidan a otras antecesoras en los límites, como por ejemplo Silvia Plath. Es precisamente ese crujido sin cura que la une a Plath y que es una rotura asumida lo que recorre toda su poesía. Da igual si es el primer libro o el último: Dormidos en la nuca, (Páramo Editorial) esa quiebra está en todos.

Berna García Faet. Los treinta no son aún parte del DNI de Berta García Faet (1988) y cuenta ya con unos cuantos poemarios publicados y una más que aceptable y merecida acogida. El último, La edad de merecer (La Bella Varsovia), pide cuentas sin respuestas, no sale de la pregunta que es –o debería ser– la poesía, y se la juega quitando todo lo que sobra y también lo que quita el frío para sin rodeos pisar sobre el sexo, la religión, el amor y todos esos errores que a veces, o siempre, nos terminan construyendo.

No sólo esta obra, todas entran dentro del siguiente 'aviso' pero ésta especialmente: prohibido para sentimentales entrar en las indagaciones de su lápiz roto. Un lápiz que sabe, como los poetas honestos, qué es lo que no hay que escribir mientras estás conduciendo.

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