Don Quijote, el antihéroe fundador de las novelas de carretera

Don Quijote.
Don Quijote.
RIKI BLANCO
Don Quijote.

El hidalgo cervantino es mártir, paladín subterráneo y voz de un siglo mugriento. Se desvive en una sociedad, como anota un biógrafo de Miguel de Cervantes, "compartimentada entre clérigos, nobles y pecheros" donde la exigencia de la limpieza de sangre de cristiano viejo se adelantó en cuatro siglos al nazismo.

Si la dignidad, según la cortesía, está en el justo medio, en la discreción y la compostura emocional, don Quijote, desgarbado y seco de carnes, transporta la corrección a lo «exorbitante». Loco de atar por la ilusión visionaria de un "mundo calamitoso" necesitado de hidalguías, caballeros andantes y reparación de injusticias, se echa al páramo con lo poco que tiene para "desfazer agravios".

Como sucedería hoy, lo muelen a palos incluso aquellos a quienes ayuda, los más ultra le revientan algunos dientes y los niños le echan en cara el ridículo y lo descalabran.

En 1925, Unamuno leyó la novela como un libro de cocina de la revolución y reclamó de los españoles una cristiana yihad para "intentar la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro del Caballero de la Locura del poder de los hidalgos de la Razón".

Al Quijote –al que Cervantes otorga la polipersonalidad al nombrarlo como Quijada, Quesada, Quejana o Quijano– lo derrotan al negarle el derecho, como hacen hoy administrando Prozac, al ejercicio fantástico de la demencia y condenarlo al autoexilio manchego, a vivir quemado en la oscura piedra de la lucidez. Tras pedir un confesor, porque siente que se está "muriendo a toda priesa", pronuncia un mandamiento final que parece la carta fundacional de una república: "No se ha de burlar el hombre con el alma".

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