La calle de la vergüenza

Antigua frontera de la ciudad musulmana, la calle Beatas vive en horario nocturno, adornada por ‘graffiti’ y abandonada.
Dicen algunos que la noche despierta a los muertos.
Dicen algunos que la noche despierta a los muertos.
Dicen algunos que la noche despierta a los muertos.
Dicen algunos que la noche despierta a los muertos. A medianoche, la calle Beatas se puebla de beodos, de ruidosos fantasmas que derraman todo tipo de líquidos y ponen de manifiesto que la vía (que alberga en el número 28 las ruinas de un cementerio romano del siglo i) tiene aún alguna utilidad, aparte de acoger las casas de 23 vecinos que resisten entre el abandono y la pérdida crónica del sueño. Hace poco, a un enamorado del graffiti se le ocurrió convertir la calle en un lienzo para las intervenciones de siete artistas callejeros. La idea no fue novedosa, porque Beatas ya era el paraíso del graffiti. Se puede uno quedar horas y horas recogiendo los mensajes en botellas que representan esas pintadas, plasmadas estratégicamente en lugares íntimos de las urbes.Muchos no lo entienden. A los vecinos, por ejemplo, no les hacen mucha gracia. Por eso, uno de los artistas terminó escribiendo en la pared un estridente «Me cago en los grafiteros» que resumía el sentir de quienes los sufren. Nadie se caga, sin embargo, en la desidia general, en la falta de ideas para devolver también la vida diurna a Beatas. Los graffiteros no tienen la culpa: aprovechan la ocasión; dotan de significado lugares que a nadie le importan. Gracias a ellos, el Ayuntamiento se ha planteado acometer la rehabilitación de cinco edificios notables de la calle, encargada nada menos que a la Universidad de Milán.

Seguro que abren algún museo; ya inventarán. El arte embalsamado es más políticamente correcto que el arte vivo y, además, lo preocupante no es la ruina de la calle, la pérdida de la memoria, el hecho de que no sepamos que Beatas fue la frontera norte de la Málaga musulmana, parte de la extinta judería, sino que a veces los turistas que visitan el Museo Picasso se cuelan, despistados, por allí. Y se asustan al descubrir que todo escenario tiene su trastienda.

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