De Somme a Schengen: cómo ha cambiado Europa en cien años

La caballería inglesa cruzando un puente sobre el Somme, cerca de Brie.
La caballería inglesa cruzando un puente sobre el Somme, cerca de Brie.
IMPERIAL WORLD MUSEUM
La caballería inglesa cruzando un puente sobre el Somme, cerca de Brie.

El 1 de julio de 1916, en apenas 24 horas, 20.000 soldados británicos perdían la vida en el primer día de la ofensiva del Somme. Una batalla que duró cinco extenuantes meses, acabó con más de un millón de muertos y una pírrica victoria aliada. La Gran Guerra había estallado dos años antes en el centro de Europa, pero para entonces la espiral de destrucción –inimaginable hasta ese momento– implicaba ya a más de 30 países.

El 26 de marzo de 1995, 79 años después de la carnicería inútil en las riberas del río francés, entraba en vigor el Convenio Schengen, que suprimía los controles fronterizos entre los estados europeos firmantes. Un hito civilizatorio en un continente temeroso de repetir su pasado de sangre. La ciudad de Schengen (Luxemburgo) dista solo de los campos del Somme 400 kilómetros, pero simbólicamente es su feliz antítesis. En esas ocho décadas, Europa perdió el privilegio de primera potencia y ganó a cambio su ansiada Gran Paz, sólida, creíble y duradera.

Al siglo XX europeo se le ha llamado el siglo corto. Según un análisis del historiador Eric Hobsbawn que ha hecho fortuna, este comenzó en 1914 con el estallido de la Primera Guerra Mundial y terminó en 1989 con la caída del Muro de Berlín. Pero también se le ha denominado el siglo olvidado, según la fórmula no menos dichosa de otro historiador, Tony Judt. Un siglo selectivamente conmemorado, aunque poco o nada reflexionado, donde ha prevalecido la nostalgia triunfalista de un pasado enmendado, pero cuyas lecciones no han sido del todo bien asimiladas.

1914 no es solo el comienzo de una guerra que ocasionó 10 millones de muertos, modificó las fronteras y la naturaleza de los estados de Europa y arruinó a medio mundo. Es también la fecha en que los sólidos principios morales y burgueses heredados del mundo decimonónico mutaron de forma inexorable. De la seguridad a la incertidumbre, de la fe ilimitada en el progreso al reverso tenebroso de la Ilustración. Una aceleración del tiempo histórico que duró tres décadas (hasta la derrota del nazismo en 1945): lo que se conoce como la guerra civil europea o la nueva guerra de los 30 años.

Una gran crisis de civilización

"Un periodo relativamente breve, una guerra que duró cuatro años y tres meses, ha inspirado, desconcertado y trastornado a todo el siglo", escribe Martin Gilbert, uno de los grandes especialistas en la Gran Guerra. Las consecuencias de la Primera Guerra Mundial fueron inmensas. La contienda desgarró varias generaciones, desterró el liberalismo, fulminó imperios, reorganizó fronteras, quebró economías, alimentó revanchas y todo, o casi todo, inútilmente. "La guerra no resolvió nada", dice Judt, "Europa entró en una zona nebulosa a medio camino entre la vida posterior a una guerra y la amenazadora perspectiva de otra".

El mapa de Europa cambia por completo tras 1918. Nacen estados nuevos al calor de un patriotismo exacerbado que estuvo en el origen de la Gran Guerra, pero que el fin de esta no atemperó. "El nacionalismo actúo", escribe Rosario De la Torre, catedrática de Historia Contemporánea de la UCM, "como el imprescindible cemento de las nuevas situaciones políticas". Paralelamente, una revolución en la forma y el modo de vivir lo político estaba fraguándose. La era de los totalitarismos (nazi y comunista) y de los movimientos de masas llamaba a la puerta de la Historia.

Tras el final de la Gran Guerra se dio un fenómeno contradictorio. Por un lado, la guerra había dejado de ser gloriosa y romántica; no había honor ni aristocracia alguna en la muerte en las trincheras: solo asco y horror. Por otro, la sociedad europea se polarizó y los conflictos se reavivaron. El fin de las bombas trajo descanso, respiro, pero no paz. Los felices veinte, como se conoce usualmente a la década de 1920, fueron años de oropel y fantasía construidos sobre un avispero de resentimientos soterrados que no tardarían en aflorar a la superficie a través de un militarismo de nuevo cuño: los movimientos hipernacionalistas y antidemocráticos de los años treinta.

De la Sociedad de Naciones al fin de la guerra civil europea

Con todo, el fin de la guerra acarreó una efímera voluntad de enmienda. Los líderes mundiales del bando vencedor (Inglaterra, Francia y EE UU) se pusieron dos deberes, aunque contradictorios entre sí. Buscar una paz duradera que evitara un nuevo conflicto y castigar severamente a los culpables del último, principalmente a Alemania. Por un lado se creó la Sociedad de Naciones, el organismo supranacional que se encargaría de vigilar el orden geopolítico, y por otro se firmó Versalles, el tratado que exigía unas reparaciones de guerra a los derrotados tan extraordinariamente elevadas que serían imposibles de satisfacer en la práctica. Ambas soluciones fueron nefastas.

Los desastres de la guerra total habían instalado el nihilismo en Europa, como asegura el filósofo Karl Löwith, pero también trajo otros 'ismos' menos aniquiladores. Artísticos, como el surrealismo o el cubismo, que trataron a su modo de denunciar los excesos bélicos e iluminar con otro foco al ser humano; o políticos, como el pacifismo, que resurgió en algunos círculos después de 1918. Los intelectuales, que habían alentado la entrada de sus respectivos países en el conflicto (pocos fueron inmunes a la fiebre irracional del patriotismo), se convirtieron durante unos años en firmes defensores de la paz entre las naciones.

El espejismo de un regreso a la sociedad y al estilo de vida de antes de la Gran Guerra duró muy poco. Como recuerdan historiadores especialistas en el periodo, como el estadounidense Mark Mazower, "las raíces superficiales de la democracia en la tradición política de Europa explican por qué se establecieron regímenes antiliberales con tanta facilidad". Pronto, el combate contra el enemigo invisible del espíritu europeo alcanzaría un nuevo y febril estadio con el estallido de la Segunda Guerra Mundial y los malos augurios –como los del filósofo alemán Walter Benjamin, que asediado  se suicidó al comienzo de la contienda– se confirmarían.

Si la Gran Guerra había marcado, en palabras del historiador de las ideas Enzo Traverso, "el fin de cierta idea de Europa y el punto de partida de una nueva época de crisis", el conflicto que comenzó en 1939 y acabó en 1945 con la victoria de las potencias aliadas sobre el régimen nacionalsocialista de Adolf Hitler elevó exponencialmente la magnitud de la catástrofe. El Holocausto, la masacre indiscriminada contra las poblaciones civiles, los bombardeos masivos sobre ciudades o el odio racial pusieron el epítome a una era de conflicto civil casi permanente: 55 millones de muertos, centenares de miles de desplazados y un mundo dividido entre potencias nucleares antagónicas.

Si Europa ya había perdido su preeminencia política tras la Gran Guerra –EE UU sería desde ese momento el garante del orden internacional–, la lucha contra la Alemania nazi y el Japón imperial ahondaron en esa irrelevancia. Además, como escribe John Keegan, historiador militar especializado en los conflictos mundiales, "si la Primera guerra Mundial inauguró el periodo de la muerte en masa, la Segunda lo llevó a una despiadada consumación". El XX fue, para Europa, "el más mortífero de su Historia", escribió Hobsbawn. Y eso que su segunda mitad fue el reverso de la primera.

La larga paz y la lenta construcción de la UE

Una Europa en ruinas de 1945 dio paso, en un lapso de varias décadas, a otra unida. El salto es vertiginoso, pero se debe razonar. Como escribe Mazower, "se comienza a hablar de Europa como un proyecto político serio en el mismo momento en que el continente ha dejado de existir". Esta paradoja ha recorrido la historia de la segunda mitad del siglo XX. Europa se construyó contra su pasado (el nacionalismo, principalmente), antes que a favor de su futuro. De ahí que, desde el primer momento, los estadistas hablaran de proyecto. Como invoca la Declaración Schuman de 1950, texto fundamental de la integración continental, "Europa no se hará de una vez".

Un proyecto siempre inacabado y por momentos a punto de marchitarse para siempre. Un mundo europeo que ha pasado, durante estos años de posguerra –así califica Judt el periodo entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y nuestro siglo XXI– por momentos estelares (el milagro de la socialdemocracia, el Tratado de Roma, el euro como moneda común) y por situaciones críticas (la Primavera de Praga, la guerra de los Balcanes o la desintegración de los regímenes comunistas). Visto en perspectiva, en la larga duración, las sucesivas crisis –como pronosticó el padre Jean Monet– le sientan bien a Europa. En Somme ya no se mata europeos. No es consuelo menor para el siglo más turbulento.

Cien años después, la tentación de comparar la Europa prebélica con la actual es tan humana y periodística como inexacta. Es verdad que la Gran Guerra alumbró un periodo de la historia contemporánea en constante mutación, en perpetuo riesgo, pero la sacralización de la violencia física directa de entonces es, como ha demostrado recientemente el psicólogo evolutivo Steven Pinker, un rasgo casi desterrado en nuestra sociedad. Europa hoy es el continente más pacífico en la era menos violenta. Los riesgos –las tentaciones populistas, la extrema derecha, las desigualdades económicas– son muchos, pero incomparablemente menores que entonces. Quizá, el mayor peligro velado que amenaza a Europa hoy es que, como escribió Judt, "nos tomemos el siglo pasado con demasiada ligereza".

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