Así son los jesuitas: una orden religiosa de pasado complejo y con gran número de seguidores

La fumata blanca surge de la chimenea de la Capilla Sixtina en la segunda jornada de Cónclave en la ciudad del Vaticano hoy, miércoles 13 de marzo de 2013. El cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio es el nuevo Papa.
La fumata blanca surge de la chimenea de la Capilla Sixtina en la segunda jornada de Cónclave en la ciudad del Vaticano hoy, miércoles 13 de marzo de 2013. El cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio es el nuevo Papa.
Alessandro / EFE
La fumata blanca surge de la chimenea de la Capilla Sixtina en la segunda jornada de Cónclave en la ciudad del Vaticano hoy, miércoles 13 de marzo de 2013. El cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio es el nuevo Papa.

Aunque hayan sido necesarios 265 pontificados para que un jesuita el recién nombrado Francisco fuera elegido como cabeza del catolicismo, la Compañía de Jesús fundada por San Ignacio de Loyola en el siglo XVI es una orden religiosa clave para entender la evolución histórica de la Iglesia.

Su divisa 'Ad maiorem Dei gloriam' (en español, 'a la mayor gloria de Dios'), refleja la naturaleza de una institución cuyas principales señas de distinción, durante casi cinco siglos, han sido una minuciosa educación, el servicio a Dios, su refinada espiritualidad y la innegable vocación misionera.

Hoy esta orden, exclusivamente masculina, cuenta con 17.637 sacerdotes en todo el mundo (a mediados de los años 60 del siglo XX eran 36.000) y una influencia política en el seno de la Iglesia que, si bien no alcanza a ser la de los viejos buenos tiempos de la Contrarreforma, sigue siendo fundamental.

De garantes de la ortodoxia a su caída en desgracia

Los jesuitas han disfrutado siempre de una fama ambigua, que fluctúa según quien los recuerde: heréticos, poderosos, elitistas, ortodoxos. Su abrumadora presencia en la Europa moderna fue tal que Voltaire quien nunca fue lo que se dice piadoso en sus críticas al catolicismo escribió, en una de las acotaciones de su Diccionario Filosófico, que "se ha hablado tanto de ellos, que después de haber ocupado la atención de Europa durante doscientos años, han acabado por aburrirla".

La imponente Iglesia del Gesù en Roma, modelo de esa propaganda religiosa que los jesuitas manejaron con un virtuosismo adelantado a su época, es un testigo fiel de su poder espiritual y terrenal.

La Compañía de Jesús se batió por el papado en más de un querella religiosa. Leal a Roma, ayudó, con su engrasado celo misionero, a la extensión del catolicismo en el Nuevo Mundo (de Canadá, en el norte, a las polémicas misiones jesuíticas guaraníes de Uruguay, en el sur) y proporcionó argumentos teológicos renovados para hacer frente al cisma del protestantismo (la llamada Contrarreforma, que se desarrolló durante el siglo XVI).

Con la progresiva separación del trono y el altar, el triunfo del Absolutismo y, sobre todo, la revolución llevada a cabo por las ideas ilustradas, los jesuitas cayeron en desgracia. De algunos países, como España, fueron expulsados (por mandato del monarca Carlos III, en el siglo XVIII) y el mismísimo Vaticano decretó, poco después, la supresión de la orden (por un edicto del papa Clemente XIV).

Persecución, conversión, exilio... estas fueron entonces las opciones para la mayoría de los fieles de la orden, que no vio restablecida su antigua preeminencia hasta casi medio siglo después, aunque ya en un mundo Revolución Francesa y Americana mediante— que jamás volvería a ser el mismo.

Pérdida de influencia y adaptación a los nuevos tiempos

Durante el siglo XX, y tras el Concilio Vaticano II, el gran movimiento de renovación interno de la Iglesia desde Trento, la Compañía de Jesús se adaptó a los nuevos tiempos de forma desigual.

La disminución del número de vocaciones (un mínimo común denominador para todas las facciones del catolicismo) y el ascenso imparable de otras corrientes católicas como el Opus Dei o los Legionarios de Cristo hicieron que su influencia, en líneas generales, disminuyera enteros.

Pero hoy, 473 años después de su fundación, los jesuitas, de los que se puede decir que siempre han permanecido ahí, cuentan con una baza impagable para recuperar parte del prestigio perdido, un representante de excepción: el sumo pontífice número 266, Francisco.

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