Un recipiente maravilloso

La historia del tupperware es la historia del sueño americano. Su existencia se la debemos al químico de la DuPont, Earl Tupper. Su primer recipiente en polietileno fue un cuenquito para el baño, pero pronto se dio cuenta de las posibilidades de un recipiente cerrado.

Tomando la idea de una tapa de bote de pintura al revés, creo una tapadera que con una ligera flexión permitía la expulsión del aire interior, creando vacío. Era 1946 y acababa de crear, como él lo denominó, el «recipiente maravilla», el archiconocido tupper.

Ese diseño sin rebordes, casi indestructible y de tan bajo coste, cautivó a los mayoristas. Pero no terminaba de venderse a los clientes, que desconocían sus virtudes. Ahí es cuando entra en escena la vendedora Brownie Wise («sabia», en inglés), que ideó un sistema de venta piramidal a domicilio: las famosas reuniones de tupperware, en las que las compradoras se convertían en vendedoras. Este sistema de ventas fue adoptado posteriormente por Amway, Avon, e incluso alguna que otra secta aprovechada.

España fue una presa fácil del fenómeno, acostumbrada como estaba a la tartera metálica o de loza. Nuestras madres y vecinas se encargaron de popularizar, mediante eternas merendolas demostrativas, las bondades de un recipiente que preservaba las sobritas por más tiempo, que era comodísimo para transportar el almuerzo y que, incluso, tenía tacto de melocotón.

Hoy en día, cada dos segundos comienza una reunión de tupperware en algún lugar del mundo. Cada año, los cerca de 200.000 vendedores que existen activos venden alrededor de 60 millones de tuppers, sin contar los piratas.

Pero, ¿qué fue del bueno de Earl Tupper? Satisfecho con la industria gigantesca que había creado, en el año 1958 vendió su negocio, que facturaba 160 millones de dólares, por la décima parte, y desapareció en las paradisiacas playas de Costa Rica. Murió en el año 1983, con un daiquiri en una mano y un tupper con su merienda en la otra.

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