Nuestra historia empieza en 1919, cuando cuatro estrellas del cine (entre otras, Charles Chaplin) fundaron United Artists, estudio que pretendía proteger a los "verdaderos artistas" de Hollywood. Medio siglo después, UA apostaba por jóvenes como Sylvester Stallone o Woody Allen, tenía franquicias como La pantera rosa o James Bond y se arriesgaba con Cowboy de medianoche o El último tango en París.
Quizá por eso la compañía produjo en 1980 La puerta del cielo, de Michael Cimino (el niño mimado, gracias a El cazador, de Hollywood). Pero, sabiéndose todopoderoso, el director enloqueció, y La puerta del cielo se convirtió en pasadizo al infierno: absurdos planes de rodaje, denuncias por maltrato a animales y un presupuesto desbocado no presagiaban nada bueno, y las peores perspectivas se quedaron cortas cuando los críticos vieron las cuatro horas de película con opiniones devastadoras. Tras invertir 44 millones, La puerta del cielo recaudó 3 y United Artists, en bancarrota, fue absorbida por MGM. Un triste y ejemplar The End.
La marcianada de Disney
Volvamos a 2012. Hace dos semanas, Disney estrenó John Carter: dirigida por Andrew Stanton (Wall-E y Buscando a Nemo), basada en textos de Edgar Rice Burroughs y con el respaldo de Pixar (que, hasta ahora, no sabía lo que era un fracaso), este cruce de Avatar, Flash Gordon y La amenaza fantasma costó 189 millones de euros. Sus efectos especiales, la fortuna (más de 75 millones) destinada a publicidad y el superior coste de las entradas en 3D hacían augurar un éxito, pero la realidad es otra: con 40 millones de euros recaudados en EE UU y 135 en el mundo, el estudio anuncia pérdidas de casi 150 millones.
¿Se repetirá la historia de United Artists? Claro que no: el músculo financiero de Disney es grande, y el previsible éxito de Los vengadores (que reúne a Thor, Iron Man y Hulk) y Brave (animación de Pixar, triunfo seguro) saneará las cuentas. Pero el descalabro es una clara advertencia: en el cine, como en tantas otras cosas, no hay nada seguro. Fichen, por ejemplo, a Geena Davis tras Thelma y Louise; a un director como Renny Harlin, autor de triunfales entregas de Pesadilla en Elm Street y La jungla de cristal, capaz de arrasar con Máximo riesgo y marido de la propia Davis. Y usen un guión de los que llenan las salas, lleno de chistes, aventuras y piratas. ¿Apostarían?
¡Que les corten la cabeza!
¿Dónde nacen los fracasos? Depende. Como ha pasado con John Carter, muchas veces el origen son unos brutales gastos de producción. Ya lo decían en Top Gun: "Que tu ego no extienda cheques que tu bolsillo no pueda pagar", cuento que más de un egocéntrico magnate debería haberse aplicado. A Martin Bregman, por ejemplo, no le sirvió de nada haber representado a Al Pacino, Woody Allen o Barbra Streisand, y se dejó buena parte de su fortuna en Pluto Nash, horrible comedia de 75 millones de euros y una recaudación de 5. Hasta Eddie Murphy se negó a promocionarla por su escasa calidad: ¿Cómo pretendían que alguien pagara por verla?
En Hollywood, la fórmula es clara: para ser rentable, una película ha de recaudar el doble de lo que ha costado. El dinero de las entradas ha de repartirse con los cines. A los gastos de producción hay que sumarles los de publicidad y marketing. Y más vale ahorrar: tarde o temprano, como el iceberg de (la exitosa) Titanic, el fracaso llegará y hará zozobrar el barco.
Ellos también se la pegan
Quien esté libre de un fracaso, que tire la primera piedra: que se lo digan a Steven Spielberg, cuya carrera peligró tras la fallida 1941 (1979) y que, después, triunfó con En busca del arca perdida y E. T. Menos suerte tuvo Kevin Costner, que solo pudo dirigir una película tras el Mensajero del futuro (1997); o Terry Gilliam, un imprescindible en este tipo de listas, que se estrelló con Las aventuras del Barón Munchausen y hasta tiene una película sin terminar: El hombre que mató a Don Quijote.
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