Trabaja desde 1984 como bedel en el instituto San Isidro. Su parsimonia contrasta con el carácter de los adolescentes. Guillermo trata de conectar con los alumnos desde que aterrizan en el instituto: «A veces llegan rebotados de otros centros; los hay que son auténticos personajes. Son muy egoístas, baten todos los récords. Saben mucho de Internet y poco de relaciones humanas». No los manda a jefatura si no es imprescindible, prefiere tratarlos con picardía: «En una mano tengo el palo y en la otra la zanahoria».
Antes del instituto, su vida era muy diferente. A los 17 se marchó unas semanas a París buscando aventura y se quedó cinco años. Tocaba la guitarra en la calle y sacaba lo suficiente. «Gracias a la música nunca pasé hambre. Por eso la vida no me da miedo».
Hasta los 30 llevó la vida bohemia que soñaba. Tocaba y cantaba en el trío Mosaico Latino y en el Dúo Michoacán. «¿La frustración de mi vida? Haber aprendido música de mala manera», dice sin dudarlo. Estudió hasta cuarto de solfeo, pero su lado rebelde le llevó a tocar para disfrutar y no para ser un virtuoso.
Aunque no reniega de la guitarra y sigue haciendo bolos, lo que tiene ahora Guillermo, divorciado y amo de casa, es una tranquilidad sólo turbada por la adolescencia de su hija de 14 años: «Más que la niña de mis ojos, ahora es la de mis asesinatos. Está revolucionada, supongo que papá bajó del pedestal».
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