Messi contra la historia y Alonso contra los elementos

El delantero argentino del FC Barcelona Leo Messi (c) celebra su gol, primero del equipo ante el Deportivo Alavés, durante la final de la Copa del Rey.
El delantero argentino del FC Barcelona Leo Messi (c) celebra su gol, primero del equipo ante el Deportivo Alavés, durante la final de la Copa del Rey.
EFE
El delantero argentino del FC Barcelona Leo Messi (c) celebra su gol, primero del equipo ante el Deportivo Alavés, durante la final de la Copa del Rey.

Se discute mucho sobre qué es lo que hace del fútbol el deporte preferido para la mayoría de los habitantes del planeta. Hay quien piensa que la ventaja del fútbol es que se puede jugar casi en cualquier sitio, basta un balón o similar. Hay quien afirma que lo distintivo es que admite a cualquiera sin que el físico o las aptitudes para el juego supongan un problema. Quienes tienen conocimientos rudimentarios siempre pueden ser encajados en el lateral derecho y para aquellos que carecen de nociones básicas o de piernas útiles se han hecho las porterías o, en situaciones extremas, los silbatos. De modo que la simplicidad sería el primer reclamo del fútbol y el carácter inclusivo, el segundo.

Existe un tercer factor fundamental, relacionado en este caso con la expectación que genera el fútbol: en ningún otro deporte se ofrecen tantas oportunidades al adversario manifiestamente inferior. Pensemos en el baloncesto o en la generalidad de los deportes de equipo y observaremos cómo se reducen casi hasta el mínimo las opciones de los competidores menos dotados. En el fútbol, sin embargo, la probabilidad de romper un pronóstico se multiplica y la posibilidad de conquistar un torneo no es igual a cero. A todo lo anterior nos agarramos durante la final de Copa hasta que ya no hubo donde sujetarse.

Que el Alavés podía ganar al Barcelona quedó demostrado en la segunda jornada del campeonato de Liga (1-2). El cálculo fallaba al incluir a Messi en la ecuación, a la totalidad de Messi. Nada tenía que ver el jugador somnoliento de aquella lejana tarde de agosto con el futbolista de la final de Copa. Sus motivaciones eran muchas y de diversa índole. Las deportivas son obvias, un título más, el trigésimo en doce temporadas. Entre las otras razones intuyo la respuesta a un procesamiento cuya sentencia se conoció en la misma semana del partido: 21 meses de cárcel por fraude fiscal. Contestar a través del deporte es una sublimación freudiana que comprenderá bien hasta el lector más equilibrado. Machacarse en la cancha, el gimnasio o el maratón es una magnífica manera de superar el desplante de una pareja. Imaginen si la bofetada proviene de un fiscal.

Para los madridistas atentos, la final ofreció un consuelo nada despreciable. El golazo de Theo y la exhibición de Marcos Llorente hacen pensar que hay futuro para el lateral izquierdo y presente (esplendoroso) para el puesto de mediocentro defensivo. Lo inquietante es que el director deportivo (a la sazón presidente) empieza a tener más aciertos que Monchi.

La despedida oficial del Calderón se certificó con un gol de Alcácer, que algún día podría ser delantero del Atlético porque a este relato le falta una carambola. El adiós de Luis Enrique se acompañó de una estadística que, aunque imponente (nueve títulos de trece), no permite distinguir la responsabilidad del técnico de la de Messi. No olvidemos que Guardiola se marchó con 14 títulos de 19. O todos los entrenadores que pasan por el Barça son fabulosos, o Messi los hace fabulosos a todos. Rellenen la casilla que prefieran.

No solo hubo fútbol. Desde Italia, el desenlace del Giro nos señaló a un campeón para muchos años: el holandés Tom Dumoulin, un ciclista con las condiciones de Miguel Indurain y una conmovedora sensibilidad estomacal. Nairo Quintana se quedó a medio minuto del triunfo, pero cuesta solidarizarse con su pena después de una carrera tan conservadora. Conviene recordar que la esencia del ciclismo es la epopeya y no el cálculo infinitesimal.

Con las 500 Millas de Indianápolis disfrutamos de un espectáculo desconocido del que solo teníamos referencia a través de una película de culto: Cars. Cuando Fernando Alonso se puso líder sentimos una excitación juvenil. Cuando observamos coches volar nos invadió el pánico y cuando vimos salir a los pilotos sin más daño que una uña rota y un flequillo desbaratado entendimos que esto es América y hay que volver. Quizá con otro motor.

Quien terminó de descolocarnos el fin de semana fue el catalán Kilian Jornet. El escalador-runner subió el Everest dos veces en una semana a ritmo de marcha ligera. Su conquista le enaltece en la misma medida que destroza el mito de la montaña más alta del mundo, inexpugnable hasta que Hillary la subió en 1952 con oxígeno y Messner en 1978 sin bombonas. La conclusión es desoladora: ya no quedan desafíos que se puedan afrontar sin el riesgo de que un tipo nos adelante corriendo, con o sin balón.

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